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Columna
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Poder e incertidumbre

Dice Zizek, un listísimo filosofo esloveno, que la masacre de las Torres Gemelas les plantea a los norteamericanos el reto de entrar en la Historia. Han vivido en una burbuja en la que se reproduce e interpreta confortablemente el mundo exterior; han vivido al margen y por encima de la Historia, vigilando que la Historia no les perturbase. Parece que ahora deberían considerar la posibilidad de entrar -de mancharse- en esa Historia que entre, otras cosas, también cultiva la brutalidad; de convertirse en otro -sólo otro- actor de la Historia. En alguien que desde la distancia ya no dice esto que ha ocurrido no puede volverme a pasar, sino en alguien que, junto con los otros, dice esto no debe volver a pasar a nadie.

Entrar en la Historia exige admitir que los otros también tienen estrategias de poder; exige aceptar que las vocaciones de poder no están ya fijadas ni definidas ni jerarquizadas para siempre; y exige asumir que el ejercicio de dichas vocaciones resulta hoy especialmente difuso. Este último es uno de los retos mas difíciles de aceptar. Mirando al pasado, la diferencia no esta tanto en el hecho de que ahora existen actores no estatales con voluntad de ejercer el poder, sino sobre todo en cómo esos nuevos actores quieren ejercerlo.

Antes esos grupos establecían enemigos precisos y una cadena causal de acciones/respuestas que se suponía prefiguraba la posibilidad de eliminar el poder que se cuestionaba (o debilitarlo, o hacerlo actuar en su favor). Hoy los enemigos se expanden y no resulta nada evidente cuál es el diseño estratégico de estos desafiadores del poder. ¿Qué escenarios posibles prevén los Ben Laden y demás asesinos políticos? ¿realmente han previsto una respuesta de EE UU que a su vez genere un levantamiento generalizado en el Islam, que su vez provoque una megarespuesta americana, que a su vez, etc? Más bien parece que han optado por una estrategia testimonial, imprevisible en sus consecuencias.

Los Estados Unidos, caso de elegir su incorporación a la Historia, ciertamente renuncian al principio de arrogancia; son otro más. Y renuncian también al principio de certidumbre; no saben de los otros qué es lo quieren y cómo lo quieren. Deberían entrar, pero hay que reconocer que han tenido mejores momentos para hacerlo.

Si volvemos a nuestro limitado conflicto vasco (a nuestra historia que me temo no es la Historia de la humanidad), las cosas no son tan complicadas. Sin duda, no es fácil renunciar al principio de arrogancia, asumir que cada uno -cada partido, cada gobierno- es sólo uno más en liza, en la competencia por obtener el poder o más poder. Pero no se debería renunciar al principio de certidumbre, porque no parece que las estrategias en juego sean tan impredecibles.

Así no se entiende por qué se dice que la reivindicación neoestatutaria del Gobierno Ibarretxe es confusa, porque resulta contradictorio pedir un nuevo acuerdo-pacto con el Estado con el objetivo -se argumenta- de no reconocer a ese Estado. No parece que esa sea al estrategia, pero, caso de serla, no veo por qué es contradictoria. Yo puedo iniciar con otro un proceso de acuerdo que concluya en un pacto en el que se establezca que ambos nos vamos a respetar pero que, de momento, juntos no vamos a hacer gran cosa. Quizás lo que se quiere decir cuando se critica esa reivindicación es que alguien que no tiene poder propio original -la sociedad vasca y su gobierno- es absurdo que pretenda negociar con alguien que sí lo tiene -la nación española y su Estado-. Pero eso es otra historia que nada tiene que ver con el principio de incertidumbre y sí con otro principio (no muy lejano al de arrogancia) al que antes hacíamos referencia. El de fijación eterna de titulaciones y vocaciones de poder, el de negarse a admitir que la historia -ahora todas las historias- debe ser construida entre todos, y que todos tienen el derecho, en esa historia, a otorgarse el papel que quieran. ¿O no?

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