La libertad en tiempos de cólera
El terrorismo no sólo mata personas indiscriminadamente y desestabiliza la vida social, económica y política. Ése es su daño directo, pero también produce daños colaterales: la involución en las libertades y los derechos humanos.
Desde el 11 de septiembre, en Estados Unidos al menos, la gente parece valorar más la seguridad y menos la libertad. Los Gobiernos saben esto y lo aprovechan. No hay que irse muy lejos para constatarlo. El Gobierno español, del que no se ha conocido una sola iniciativa en la crisis, tuvo inmediatamente la ocurrencia -neutralizada ante la negativa del partido socialista- de inventar un nuevo Centro Nacional de Inteligencia (actual Cesid), dándole facultades para vulnerar la intimidad de las personas, su domicilio y sus comunicaciones, sin autorización judicial.
El Gobierno de EE UU es quien está llevando la voz cantante en dar forma política a los deseos emotivos de respuesta dura que han nacido en su opinión pública. Ha empezado por restringir seriamente la libertad de información sobre la guerra, incluso a los propios legisladores que tienen poderes constitucionales para revisar lo que hace la Casa Blanca.
En EE UU, en estos momentos, hay 1.000 detenidos cuya situación legal y física se desconoce, como tampoco se sabe qué cargos hay contra ellos. Pero no sólo eso. El Congreso de EE UU, a impulsos del impetuoso ministro de Justicia, John Ashcroft, ha aprobado un paquete legislativo antiterrorista que más bien equivale a un estado de excepción. A velocidad récord, en medio de una atmósfera de pánico, se ha dado el sí a leyes que permitirán al FBI controlar todas las comunicaciones, por Internet o por teléfono, de sospechosos de vinculación con el terrorismo -concepto definido en términos extraordinariamente vagos- y de cualquier persona con la que aquél pudiera hablar o conectar. El pinchazo lo podrá decidir en ciertos casos un fiscal federal, sin autorización judicial, por 48 horas. La policía podrá detener a extranjeros residentes sin necesidad de formular cargos contra ellos, durante siete días (Ashcroft quería una detención indefinida y registrar domicilios sin notificación previa). Los jueces condenarán como terroristas a quienes acojan a una persona si debieran haber deducido ('razonables bases para creer') que era alguien relacionado con el terrorismo, actividad que a partir de ahora podría imputarse a alguien quizá por su hostilidad explícita al sistema político. Esto, después de que el Congreso haya suavizado sustancialmente las pretensiones del Gobierno norteamericano, constituye la expansión más fuerte de la autoridad ejecutiva federal desde la guerra fría. Sin duda, confronta con la IV Enmienda de la vieja Constitución de EE UU.
La obsesión por limitar derechos esenciales con la excusa de dar más medios a la policía para descubrir a terroristas ha llegado miméticamente a Europa, en especial a los cuatro grandes: Reino Unido, Alemania, Italia y Francia. El Gobierno de Blair es quien con más fuerza ha propuesto dar potestades extraordinarias a la policía, lo que afectará a los extranjeros sospechosos, que podrían ser deportados o ser internados indefinidamente (!); a los solicitantes de asilo, que no tendrán derecho ni siquiera a pedirlo -sin posibilidad de apelación judicial- si se piensa que pueden constituir una 'amenaza a la seguridad nacional'-, y hasta a personas no implicadas en actividades terroristas, pero con una relación indirecta, lo que las convertiría en reos de conspiracy (término muy abstracto). Las medidas son tan fuertes que el Reino Unido tendrá que suspender la Convención Europea de Derechos Humanos que acaba de incorporar a su derecho interno. Y todo eso a pesar de que el IRA ha anunciado la entrega de sus armas.
Alemania, aunque no ha llegado tan lejos, ha entrado también en la vía de limitar tradicionales garantías, particularmente en lo que hasta ahora ha sido un derecho sacrosanto como la protección de la intimidad de los datos personales. En el futuro, la policía, las administraciones y las universidades podrán cruzar datos de millones de personas ('persecución reticular') en aras de una especie de sospecha universal. Además, en Alemania se ha congelado la política de apertura a las nacionalizaciones.
También Francia ha planteado reformas legales, que van en una línea similar de control sobre las comunicaciones e Internet, pero en un sentido más moderado y garantista, lo que no ha dejado de alarmar a organizaciones de derechos civiles, que temen sobre todo los poderes de control sobre las personas que se van a otorgar a los agentes de seguridad privada.
En cuanto a Italia, las garantías judiciales del Estado de derecho han saltado por los aires. El Gobierno ha decidido darse manos libres para alargar los tiempos de investigación y para interceptar conversaciones telefónicas y vía Internet, con fines preventivos o meramente informativos, sin autorización judicial. Se amplía el tiempo de detención policial y el Ejército vigila los servicios públicos estratégicos.
En Italia está punto de entrar en vigor una nueva ley de inmigración que deroga la mejor ley europea sobre la materia, aprobada por el Gobierno del centro-izquierda en 1998. Berlusconi hará imposible la entrada legal de inmigrantes para la búsqueda de empleo, establecerá el 'delito de clandestinidad' con pena de hasta cuatro años de cárcel, expulsará inmediatamente a todo aquel que no tenga contrato laboral en vigor, no dará contratos de trabajo cuando haya un solo italiano en paro en el sector y ampliará el tiempo de internamiento para los extranjeros susceptibles de ser expulsados.
España ya no necesita hacer algo parecido porque la Ley de Extranjería 8/2000 prevé la ausencia de los derechos fundamentales básicos a todos los extranjeros sin documentación en regla, y una expulsión draconiana en 48 horas, sin garantía judicial, bajo la arbitrariedad del ministro del Interior. Por una vez, el Gobierno español se ha adelantado a las consecuencias del 11 de septiembre, en lo que a restricción de derechos de los inmigrantes se refiere.
Estas medidas no van precisamente en la línea de evitar el 'choque de civilizaciones'. Europa se encamina a una supuesta hiperseguridad al precio de una infralibertad. Tropieza así en la segunda piedra. En los 'años de plomo' de la década de los setenta a los ochenta, los antes citados Estados, por lo general bajo gobiernos conservadores, ya endurecieron fortísimamente sus leyes contra el terrorismo del IRA, la Baader Meinhof, ETA o las Brigadas Rojas. La legislación europea penal y procesal de emergencia antiterrorista, que sigue en buena medida vigente, condujo a abusos policiales tan escalofriantes como los sufridos en el Reino Unido por los cuatro de Guildford, o los seis de Birminghan (cuya tragedia se llevó al filme En el nombre del padre), o por las víctimas españolas del caso Almería. Las definiciones legales amplias e inconcretas terminan por hacernos a todos sospechosos y ser la antesala del inevitable exceso represivo.
Es de alabar, por supuesto, que en la Unión Europea se proponga una política decidida contra el blanqueo de dinero y los paraísos fiscales, o que se cree una orden europea de búsqueda y entrega, o se profundice en la cooperación policial. Pero la involución en las libertades es un serio error.
Tenemos que rebatir dos argumentos que suelen emplearse a favor de una legislación antiterrorista basada en limitar o suprimir los derechos y garantías de las personas. El primero es que tal legislación sería necesaria para vencer al terrorismo. No es así. Los atentados de EE UU se habrían producido con estas pretendidas reformas o sin ellas. Las evidencias muestran, como señaló el diario estadounidense de mayor tirada, USA Today, y ahora quiere investigar el Congreso, que los hechos del 11 de septiembre se pudieron y debieron haber previsto. Porque fueron debidos a fallos serios en el funcionamiento de los servicios de inteligencia o de policía en EEUU (cuyos medios materiales se han multiplicado por cuatro desde 1993). No a la falta de leyes o de normas favorecedoras de la acción policial, que ya las tiene. Es muy grave escuchar que la CIA necesita tener 'licencia para matar'. Con ello tendríamos asegurada toda una generación de Bin Laden para el futuro.
Segundo argumento que se utiliza: habría que limitar y reprimir la inmigración y el asilo para combatir el 'terrorismo islámico'. Pero esto es otra falacia, que sólo conduce a mezclar perversamente inmigrantes y terrorismo, y a dar alas a los grupos xenófobos en nuestras sociedades, a criminalizar a la población musulmana y a otras etnias o culturas y a hacer desaparecer el derecho de asilo, el cual es, como dice Amnistía Internacional, el punto negro de la política de derechos humanos en la Unión Europea.
Así que animenos a los gobernantes y a los pueblos de los países democráticos a mantener la serenidad en estos tiempos, más propios para la desazón o la cólera. Porque no estamos ante la tercera guerra mundial ni en estado de sitio. Contra lo que dijo en el Parlamento el jefe del Estado Mayor para justificar la implicación 'interior' de las Fuerzas Armadas, el terrorismo no está poniendo en cuestión 'la propia supervivencia de nuestro país como nación', ni hay que ir a una militarización de la política. España, Europa, EE UU, a pesar del horror del 11 de septiembre, gozan de vitalidad y salud democráticas. No erosionemos nosotros mismos aquello en lo que creemos y por lo que luchamos, es decir, nuestro sistema de valores, que descansa en la igualdad, el liberalismo político, el Estado laico, la paridad de sexos, las libertades y los derechos humanos. Éstos, como dice Norberto Bobbio, son la única garantía del paso de la violencia a la cultura de la no violencia.
La libertad no es un obstáculo para la seguridad. Es su esencia.
Diego López Garrido es diputado del Grupo Socialista y autor del libro Terrorismo, política y derecho (Alianza Editorial).
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