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Columna
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El peaje de lo simbólico

Josep Ramoneda

De mil maneras lo han dicho diversos especialistas: el gran déficit de los largos años del pujolismo ha sido que Cataluña no ha progresado como debiera en su capacidad de crear valor añadido. Y ésta es una de las fuerzas principales en la nueva economía, que determina fuertemente el peso de cada cual en la toma de decisiones. Pujol ha apostado por el capital simbólico nacional más que por cualquier otra cosa. A cambio de ello ha dejado lastradas otras potencialidades del país. Por ejemplo, la escasa inversión de la Generalitat en infraestructuras y el escaso tesón con que ha defendido -incluso en los momentos en que tenía minoría de bloqueo en Madrid- la inversión del Estado. Andreu Missé documentaba ayer esta deficiencia estratégica del pujolismo, que Mas hereda y según parece asume, a juzgar por los datos presupuestarios del año próximo. Y confirmaba que los ayuntamientos han tenido que hacer enormes esfuerzos adicionales para compensar la racanería del Gobierno catalán. Al paso, el trabajo de Missé explica algo muy importante: que además de Euskadi y Navarra, las grandes beneficiarias del Estado de las autonomías han sido las que podríamos llamar autonomías no deseadas, las que nacieron del café para todos. Para ellas, con menos necesidad de dispendio en simbólico, el negocio ha sido redondo. De ahí que no sea del todo gratuito el discurso de la España plural. Hay base material para ello y todo discurso ideológico encuentra su vigencia en un sistema de intereses que lo sustente.

Un país no se construye sólo con signos de identidad. Y Pujol lo sabe. Recuerdo una comida hace ya algunos años en el Palau, con el presidente y con un grupo diverso de gentes de diversas disciplinas de la cultura. Eran tiempos en que todavía coleaban el modelo lituano y otras perversiones del ideologismo nacionalista. Se me ocurrió decir que para mí el modelo de Cataluña tenía que ser la Lombardía, que por algo era la primera región europea. Algunos de los presentes intervinieron inmediatamente para reprobar el escaso sentido nacional de mis palabras. Lombardía, dijo uno de ellos, será una región muy rica, pero nunca tendrá conciencia nacional. Y puesto que lo nacional es lo único importante, la comparación que yo proponía era absurda e incluso humillante para Cataluña. Con gran sorpresa de los que más se habían mojado, Pujol dijo que a él también le gustaría que Cataluña fuese como Lombardía, sin mengua de otros valores. ¿Se ha hecho lo suficiente desde la Generalitat para que Cataluña crezca en esta dirección? ¿O al final la necesidad de poner en la balanza el peso de lo simbólico ha dejado poco espacio para crear las bases infraestructurales, educativas y tecnológicas que Cataluña necesita para no perder pie en la nueva economía? Ciertamente los factores que componen el bienestar de un país son muy complejos, y se equivocan los que piensan que esto se mide en términos de PIB por habitante. Pero no sólo de pan identitario vive el hombre, y menos en una sociedad compleja como la catalana.

El discurso identitario, como toda ideología, es una vía de legitimación de un poder concreto. Las opciones presupuestarias que se hagan en su nombre no son inocentes. El dispendio en capital simbólico que la Generalitat ha hecho es también un modo de garantizar que sigan gobernando siempre los mismos. Aunque sea el precio de debilitar el país en otros terrenos. El pasado domingo Artur Mas pronunció otro discurso de la serie palabras en sustitución del padre que empezó oficialmente en la sesión parlamentaria de censura al Gobierno y que tendrá innumerables entregas en los dos próximos años. El contexto en el que se pronunció el discurso era el partido, es decir, una asamblea de creyentes reunidos en congreso extraordinario para aprobar el proceso de fusión de Convergencia con Unió. Tocaba, por tanto, nacionalismo versión para la familia, porque se trataba de compensar a los correligionarios que asumían con disciplina pero no sin pena la fusión con este vecino incordio que ha sido siempre Unió. Y ya se sabe que no hay resentimientos más irreconciliables que los de vecindario. El congreso tragó. Tragó demasiado. Aunque fuera por política de imagen se podían haber previsto algunas decenas de abstenciones e incluso algún voto en contra. No. Los que mandan sólo se sienten satisfechos cuando obtienen una votación a la búlgara.

Volviendo al discurso de Mas. Trazado, como era de esperar, sobre la lógica de un continuismo total, choca ver en el nuevo rostro de Convergència exactamente los mismos acentos que en el fundador. Como si el tiempo pasara en vano, decididos a explotar la receta que les ha dado tan larga hegemonía, convencidos de que nunca se agota. Artur Mas sobresalió en el doble lenguaje. El líder convergente más proclive a los acuerdos estables con el PP presentó el pacto como un matrimonio de conveniencia - 'sólo nos perjudicará si nos lo acabamos creyendo'- y se permitió jalear a la concurrencia con la promesa de que 'algún día Cataluña tome sus decisiones libremente'. Una frase que, aunque diáfana en la insinuación, caracteriza el gusto por el ejercicio de la confusión verbal permanente sobre el que ha vivido Convergència, sin que después tenga la menor traducción concreta en la realidad. Porque si algo es indudable es que Pujol nunca ha cuestionado el marco estatutario y constitucional. ¿Hacer frases como la del señor Mas es la manera de dar gusto a los creyentes para que nada cambie? Estos juegos acaban cansando incluso a los más entregados. Y acostumbran a tener una consecuencia: abren el camino de la abstención.

Pero lo más destacado del discurso de Mas es otra cláusula eterna del pujolismo: Cataluña no puede ser gobernada por partidos 'tutelados' desde fuera. No parece que sea Mas la persona más adecuada para interpretar este alarde, precisamente cuando la política del Gobierno catalán está tutelada como nunca por un partido con sede central en Madrid, el PP. En cualquier caso, es una exclusión a priori inadmisible, porque dejaría a una mayoría de catalanes sin posibilidad de que sus partidos gobernaran nunca Cataluña. Es, simplemente, una afirmación que confirma que nada es gratuito. Ni la ideología ni los presupuestos, porque de lo que se trata con ellos es de que sigan gobernando siempre los mismos. Para ello ha sido investido Mas y a ello se aplica con gran celo continuista. Es su obligación. La de sus adversarios es demostrar cómo se hace pequeño un país para adecuarlo al sistema de intereses de una minoría. Salvo que sólo aspiren a entrar en el reparto.

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