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Columna
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Enfoques perversos

En el fútbol se ha puesto de moda la palabra 'tridente'. Creo que se llama así a los tríos de delanteros de algunos equipos. Lo he oído aplicado a los jugadores del Barcelona y el otro día también del Mallorca. Lo del número tres lo veo claro, el resto de la metáfora no. Porque un tridente sirve para pinchar, y lo que allí se pincha, allí queda enganchado; y más propio del fútbol parece que la pelota no se trabe, sino que vaya suelta e inflada donde tenga que ir. A mí, de todas formas, en lo que el tridente me hace pensar es en el Demonio. Y con más razón después de leer esta semana la noticia de que un asturiano ha asesinado presuntamente a su mujer sirviéndose de uno de esos tenedores gigantes. El adverbio en cursiva mandan ponerlo los principios de corrección democrática. Y lo pongo, pero apretando los dientes, porque ni la presunción ni la democracia alcanzan ya a la víctima, que más ciertamente muerta no puede estar.

'Pegar a una mujer o acosarla o matarla no es sólo la consecuencia de un desarreglo puntual de los sentimientos. Es una actitud conectada profunda y perversamente con una ideología'

Se trata de otro crimen doméstico. Y suman casi 60 en lo que va de año. Y si he decidido empezar esta columna sobre la violencia contra las mujeres por el fútbol y el Demonio, es decir, si he elegido un enfoque disparatado para algo que no tiene la menor gracia, es porque me pregunto cómo hay que hablar del terrorismo doméstico -el que más mata en nuestro país, el que más hiere, el que seguramente peor cicatriza- para que la sociedad se decida a ponerle remedio de una vez por todas. Qué tratamiento formal hay que darle para traducir lo más justamente posible el descalabro personal y colectivo que representa.

Tratemos de imaginar qué pasaría, cuáles serían nuestros pensamientos, emociones y reacciones si el terrorismo político hubiera matado este año a 60 personas y herido a más de 200.000. Porque de eso estamos hablando, de esa cantidad de asesinatos, de esas montañas de víctimas. Si ésas fueran las cifras de la violencia política viviríamos en una tensión insoportable. No quedarían huecos en la prensa. No se aceptaría ninguna otra vara de medir la responsabilidad y la eficacia institucionales. Ni su coherencia ética. Y sin embargo vivimos con eso, y no pasa nada. Todas las semanas muere al menos una mujer a manos de su compañero. Todas los días ingresan cientos de maltratadas en los hospitales. Todos los días de todos los años desde donde decidamos empezar a contar. Sin que suceda prácticamente nada -y a cualquier elemental cotejo me remito-.

Y es que además a la mayoría de la gente le sigue pareciendo que una y otra forma de violencia no tienen nada que ver, que 'no es lo mismo' un coche bomba que una paliza en casa, aunque ambos acaben con la vida de alguien. Y esto sigue siendo así también porque las instancias públicas -políticas, institucionales, mediáticas- siguen resistiéndose a darle a esta forma de violencia un tratamiento que subraye su dimensión cultural e ideológica, colocando en su justa y relativa medida su motivación emocional.

Un ejemplo de enfoque resistente y a mi juicio perverso nos lo ha dado esta misma semana Juan Cotino, director general de la Policía, que ha comparecido ante la comisión contra la violencia doméstica del Senado para informar de que son ya 55 las víctimas mortales, 'entre hombres, mujeres y niños', por este tipo de violencia en lo que va de año. Y yo me pregunto qué sentido tiene llamar muertos a las muertas, colocar en un plano de igualdad a los hombres y niños asesinados -que sumarán, aventuro, uno-, y a las 59 mujeres documentadamente asesinadas por sus compañeros presentes o pasados. El enfoque del señor Cotino me resulta ofensivo de puro extravagante. Y además políticamente irresponsable. Porque enreda y enturbia lo que debería expresarse con absoluta claridad: que el terrorismo doméstico es violencia de género, violencia contra las mujeres.

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Mientras no se reconozca así, y se combatan las raíces culturales que lo alimentan, seguirá cobrándose víctimas a puñados, o tal vez sea más propio decir aquí a puñetazos o a puñaladas. Pegar a una mujer o acosarla o matarla no es sólo la consecuencia de un rapto emocional, de un desarreglo puntual de los sentimientos. Es una actitud conectada profunda y perversamente con una ideología. La ideología de la desigualdad entre los sexos, de la supremacía del varón y de su voluntad y de sus deseos frente a los de la mujer. Y por ello el terrorismo doméstico, lejos de ser meramente privado, es fundacionalmente público y social. Sus crímenes no son hechos aislados, inconexos, sino que están cosidos entre sí por el mismo hilo mental y (a)moral, por los mismos valores y principios nefastos.

Podemos seguir sin entenderlo así, sin abordarlo así. Seguiremos entonces simplemente sumando, como hasta ahora, añadiendo cada semana una muerta a la cuenta. Por tridente, escopeta, bidón de gasolina, navaja o palizón... Una cada semana, como mínimo. No falla.En el fútbol se ha puesto de moda la palabra 'tridente'. Creo que se llama así a los tríos de delanteros de algunos equipos. Lo he oído aplicado a los jugadores del Barcelona y el otro día también del Mallorca. Lo del número tres lo veo claro, el resto de la metáfora no. Porque un tridente sirve para pinchar, y lo que allí se pincha, allí queda enganchado; y más propio del fútbol parece que la pelota no se trabe, sino que vaya suelta e inflada donde tenga que ir. A mí, de todas formas, en lo que el tridente me hace pensar es en el Demonio. Y con más razón después de leer esta semana la noticia de que un asturiano ha asesinado presuntamente a su mujer sirviéndose de uno de esos tenedores gigantes. El adverbio en cursiva mandan ponerlo los principios de corrección democrática. Y lo pongo, pero apretando los dientes, porque ni la presunción ni la democracia alcanzan ya a la víctima, que más ciertamente muerta no puede estar.

Se trata de otro crimen doméstico. Y suman casi 60 en lo que va de año. Y si he decidido empezar esta columna sobre la violencia contra las mujeres por el fútbol y el Demonio, es decir, si he elegido un enfoque disparatado para algo que no tiene la menor gracia, es porque me pregunto cómo hay que hablar del terrorismo doméstico -el que más mata en nuestro país, el que más hiere, el que seguramente peor cicatriza- para que la sociedad se decida a ponerle remedio de una vez por todas. Qué tratamiento formal hay que darle para traducir lo más justamente posible el descalabro personal y colectivo que representa.

Tratemos de imaginar qué pasaría, cuáles serían nuestros pensamientos, emociones y reacciones si el terrorismo político hubiera matado este año a 60 personas y herido a más de 200.000. Porque de eso estamos hablando, de esa cantidad de asesinatos, de esas montañas de víctimas. Si ésas fueran las cifras de la violencia política viviríamos en una tensión insoportable. No quedarían huecos en la prensa. No se aceptaría ninguna otra vara de medir la responsabilidad y la eficacia institucionales. Ni su coherencia ética. Y sin embargo vivimos con eso, y no pasa nada. Todas las semanas muere al menos una mujer a manos de su compañero. Todas los días ingresan cientos de maltratadas en los hospitales. Todos los días de todos los años desde donde decidamos empezar a contar. Sin que suceda prácticamente nada -y a cualquier elemental cotejo me remito-.

Y es que además a la mayoría de la gente le sigue pareciendo que una y otra forma de violencia no tienen nada que ver, que 'no es lo mismo' un coche bomba que una paliza en casa, aunque ambos acaben con la vida de alguien. Y esto sigue siendo así también porque las instancias públicas -políticas, institucionales, mediáticas- siguen resistiéndose a darle a esta forma de violencia un tratamiento que subraye su dimensión cultural e ideológica, colocando en su justa y relativa medida su motivación emocional.

Un ejemplo de enfoque resistente y a mi juicio perverso nos lo ha dado esta misma semana Juan Cotino, director general de la Policía, que ha comparecido ante la comisión contra la violencia doméstica del Senado para informar de que son ya 55 las víctimas mortales, 'entre hombres, mujeres y niños', por este tipo de violencia en lo que va de año. Y yo me pregunto qué sentido tiene llamar muertos a las muertas, colocar en un plano de igualdad a los hombres y niños asesinados -que sumarán, aventuro, uno-, y a las 59 mujeres documentadamente asesinadas por sus compañeros presentes o pasados. El enfoque del señor Cotino me resulta ofensivo de puro extravagante. Y además políticamente irresponsable. Porque enreda y enturbia lo que debería expresarse con absoluta claridad: que el terrorismo doméstico es violencia de género, violencia contra las mujeres.

Mientras no se reconozca así, y se combatan las raíces culturales que lo alimentan, seguirá cobrándose víctimas a puñados, o tal vez sea más propio decir aquí a puñetazos o a puñaladas. Pegar a una mujer o acosarla o matarla no es sólo la consecuencia de un rapto emocional, de un desarreglo puntual de los sentimientos. Es una actitud conectada profunda y perversamente con una ideología. La ideología de la desigualdad entre los sexos, de la supremacía del varón y de su voluntad y de sus deseos frente a los de la mujer. Y por ello el terrorismo doméstico, lejos de ser meramente privado, es fundacionalmente público y social. Sus crímenes no son hechos aislados, inconexos, sino que están cosidos entre sí por el mismo hilo mental y (a)moral, por los mismos valores y principios nefastos.

Podemos seguir sin entenderlo así, sin abordarlo así. Seguiremos entonces simplemente sumando, como hasta ahora, añadiendo cada semana una muerta a la cuenta. Por tridente, escopeta, bidón de gasolina, navaja o palizón... Una cada semana, como mínimo. No falla.

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