Una ocasión histórica
¿Cuántas veces se habrá repetido la Humanidad aquella frase de Chateaubriand, 'se diría que un mundo antiguo muere y que otro nuevo comienza'? Quizá demasiadas. Eso que se suele denominar un 'día histórico' nace de una sobrecarga producida por la presión de lo inmediato, pero lo que convierte a esas veinticuatro horas en definitivamente cardinales no es lo que sucede durante ellas, sino lo que acontece a continuación. Lepanto pareció dar un giro copernicano en la historia militar de Occidente y quedó en batalla efímera. La llegada al poder de Hitler apareció en sexto lugar entre las noticias de un día en la vida de los alemanes y luego tuvo las consecuencias conocidas. La bomba atómica de Hiroshima no cambió las relaciones entre las superpotencias; conseguida una cierta equiparación, tardaron una década en darse cuenta de que esa fuerza destructiva acababa por hacer improbable la guerra, aunque la verdadera paz fuera imposible.
Como cualquier otro suceso, el atentado del 11 de septiembre ocupará su puesto en la Historia de la Humanidad por las reacciones que provoque a medio plazo. Lo nuevo en él es más el impacto mediático directo y el lugar que el volumen de la hecatombe. La caída del muro de Berlín o la guerra del Golfo fueron acontecimientos retransmitidos e incluso parcialmente explicables por su acompañamiento en los medios de información, pero no contemplados en su integridad. El terrorismo como forma de combate se difundió en los años sesenta y el fundamentalismo religioso obtuvo sus primeros éxitos a fines de la década de los setenta. El volumen de las víctimas en el 2001 es comparable con las de procesos más largos: el doble de las provocadas por el conflicto irlandés, por ejemplo. Lo nuevo en realidad es que sean norteamericanas y en su propio suelo nacional. Pero ya en el primer atentado a las Torres Gemelas (1993), los terroristas trataron de causar entre 50.000 y 70.000 víctimas. Desde el punto de vista cualitativo, hay casos que pueden parecer más graves: la presión sobre determinadas opciones ideológicas o medios de comunicación (en el País Vasco) o la sucesión de la confrontación violenta de generación en generación (en el Ulster).
Se repite con frecuencia que la peculiaridad de la nueva guerra es que el enemigo es invisible, pero, en realidad, ni es guerra ni se parte de una situación que resulte indescriptible. Resulta difícil considerar como una guerra propiamente dicha un conflicto en el que uno de los contendientes no puede vencer, aunque sí llegar hasta el paroxismo de la autoinmolación. Encontrar a los culpables y castigarlos es una exigencia moral pero el planteamiento general de la situación resulta palmariamente claro. Desde la caída del comunismo hemos tenido choques de civilizaciones; los precedió la guerra de Afganistán. Pero lo que ha tenido lugar hasta ahora es enfrentamiento en las líneas de falla de sociedades que se descomponían o en los puntos de contacto de dos formas de vida. Hoy lo importante no es la invisibilidad del agresor, sino su difícil localización en la geografía mundial. En estas condiciones los peligros de una guerra de civilizaciones propiamente dicha resultan mucho mayores. El islam es infinitamente plural y en su inmensa mayoría no ha participado ni se ha gozado de la hecatombe. Pero hoy la situación es mucho más grave que en el pasado; lo sería aunque el atentado no hubiera llegado a producirse. Lo explica el simple transcurso del tiempo y el permanente espectáculo de Oriente Próximo.
Desde el final de la II Guerra Mundial, la Humanidad ha sido capaz de resolver muchos confictos; algunos se han derrumbado ante sus ojos cuando había meditado sobre ellos durante décadas sin hallar la solución. En cambio no se ha llegado a alcanzar entre palestinos e israelíes tras medio siglo. Las más grandes guerras con resultados aparentemente inapelables no han tenido ese resultado. La victoria israelí de 1967 provocó, por su propia magnitud, el deseo de revancha y obligó a englutir dentro de las fronteras de Israel un número de árabes que resultaba inasimilable; por si fuera poco tuvo como consecuencia toda una erupción de movimientos terroristas de los que Bin Laden es heredero. Fue necesaria nada menos que otra nueva guerra (1973) en la que murió el 1% de los ciudadanos de Israel con un resultado en tablas para que fuera posible iniciar una nueva negociación de paz. Butros Gali ha narrado en sus memorias hasta qué punto el debate fue exasperante hasta concluir seis años después con un paso adelante todavía no definitivo. El siguiente, que tampoco lo resultó, se dio en el momento en que había concluido la guerra del Golfo y como correlato de su resultado. Hoy sabemos que tampoco en esta ocasión se ha llegado al deseado final. Guerras interminables y momentos de optimismo después de grandes conmociones, al final concluidos en fracaso, han sido la música habitual del trágico rigodón de Oriente Próximo.
Hay que decir que una situación como ésta no es indefinidamente sostenible, y la tragedia de Nueva York debiera proporcionar, al margen de las necesarias represalias, la ocasión histórica para resolverla. Hacer esta afirmación no supone trasladar la culpa de los atacantes a los atacados, sino superar la elementalidad de una respuesta simplicísima que se ha repetido en otros momentos. Vietnam no fue un testimonio de imperialismo, sino un bienintencionado pero colosal error. Un mínimo de sofisticación en la respuesta exige ahora meditar con cuidado la réplica a medio plazo y reconstruir la paz en Oriente Próximo. En su famoso libro decía Huntington que en un escenario de choque de civilizaciones muchas cosas son probables, pero ninguna resulta inevitable. De ese panorama de posibilidades conviene ante todo tener en cuenta las menos gratas como para exorcizarlas. Desde Occidente debiéramos recordar que el Islam, cuyas fragilidades nos pueden parecer obvias, ha sido la única civilización históricamente capaz de poner en peligro a la nuestra. Tendríamos que ser conscientes también de que su potencial destructivo se ve multiplicado por lo que un clásico de los estudios sobre el fundamentalismo, Kepel, llamó la 'islamización desde abajo', al margen de los Estados.
El momento presente favorece, como una gran ocasión histórica, la resolución del más largo conflicto que ha tenido la Humanidad desde la desaparición de Hitler. Pero proporciona, quizá, otras dos más, complementarias y también obligadas. Cualquier hecho que se refiere a los Estados Unidos produce un doble efecto reflejo de admiración y de crítica; nuestro país es particularmente propicio a esta última por razones históricas. Existe un antinorteamericanismo zarrapastroso, herencia de una izquierda paleolítica, pero a veces hay también una bobalicona y hortera mirada del ultraliberal que, capaz tan sólo de la admiración, acaba afirmando la impecabilidad de una sociedad que si por algo se caracteriza es por la capacidad de cambio. El gendarme del mundo se ha demostrado indispensable en repetidas y decisivas ocasiones, pero es una hiperpotencia provinciana tentada por un egocentrismo que avería una parte de sus actuaciones.Mucho más lógico y funcional sería que la suya se integrara en una respuesta global.
Tocqueville denunció hace un siglo y medio que en las democracias los ciudadanos corrían con frecuencia el peligro de convertirse en 'corderos industriosos', incapaces de salir de sus intereses individuales. Hoy sabemos que, ante conflictos como el que vivimos, pueden también aparecer como lechuzas distantes y críticas. A veces los europeos, sobre todo si son franceses, parecen optar por este tipo de actitud que se resume en alinearse con los norteamericanos pero con constantes adversativas para terminar luego por ansiar que actúen. Esa actitud produce una sensación escalofriante porque tiene como origen la frivolidad o la pretenciosidad, cuando no ambas a la vez. Y una y otra serían intolerables en cualquier caso, pero todavía lo resultan más si tenemos en cuenta lo que está en juego. La civilización occidental ha sido agredida; no es la única ni tiene por qué tener pretensiones de universalidad, pero ninguna otra ha producido la libertad individual en el grado en que hoy disfrutamos de ella. Defenderla mediante el recurso a un gobierno mundial que imponga la construcción de la paz ya no es una utopía, sino que parece lo más funcional imaginable, incluso en el corto plazo.
Una última reflexión. En sus memorias, James Baker, el secretario de Estado norteamericano durante la guerra del Golfo, cuenta cómo, tras múltiples viajes, logró fraguar una gigantesca coalición internacional y luego contemplar en la televisión el bombardeo del Ejército iraquí con un Martini doble en las manos. Hoy a nadie se le ocurriría hacer algo parecido porque los interrogantes son mayores. Me pregunto si no será, en parte, porque la alianza es menos extensa y más frágil. Ojalá fuera posible modificar esos dos rasgos.
Javier Tusell es historiador.
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