Sus líos con el cine
Nunca le he preguntado a Jorge de Cominges si hizo la mili, pues si la respuesta fuera negativa ya no podría imaginarle llegando al cuartel en el haiga de la familia, preguntando dónde puede alojar a su mayordomo y quejándose de que el exiguo tamaño de la taquilla le impide almacenar convenientemente sus palos de golf. Y es que Jorge siempre me ha parecido una versión cultísima del Bertie Wooster de las novelas de P. G. Wodehouse: un tipo encantador, de amplia y amena conversación, de esos que nunca pronuncian una palabra más alta que otra y que jamás dicen ninguna tontería.
Al principio pensé que parte de esa elegancia fatalista se la debía a gozar de un de en su apellido, pero también yo dispongo de esa partícula en el mío y ello no me impide ser mucho más zafio que él, como demostré la otra tarde en la FNAC, poco antes de la presentación de su libro Mis años de cine (entre el destape y la qualité). Yo había visto una fotografía de Jorge, claqueta en mano, ejerciendo de script junto a una cama deshecha en la que yacía una señorita desnuda hacia cuya frondosa entrepierna se desviaba la mirada del amigo De Cominges y cuyo rostro quedaba fuera de cuadro. Siempre dispuesto a portarme como un gañán, mientras Jorge tomaba una copa en la barra del bar de la FNAC, inquirí:
En los años setenta, mientras trabajaba como 'script' de cine, Jorge de Cominges almacenaba anécdotas. Ahora las acaba de publicar
-Aclárame una duda, querido amigo: ¿quién era la propietaria de aquel bonito felpudo?
A lo que De Cominges, con una sonrisa que no ocultaba cierta severidad, repuso:
-No te lo pienso decir: esa actriz es hoy día una respetable mujer madura cuya identidad no voy a desvelar.
Esa respetable mujer madura trabajó en el cine a mediados de los años setenta, cuando De Cominges, como John Irving, vivía sus particulares líos con el cine. En esa época, Jorge escribía unos diarios sobre sus experiencias a pie de obra que ahora han sido publicados, prácticamente inalterados, por la editorial DVD. Para presentarlos en público, Jorge recurrió la otra tarde a dos buenos amigos, Alicia Giménez Bartlett y Bigas Luna. Ambos realizaron parlamentos muy cariñosos sobre su compadre, no pudiendo evitar contribuir a esa imagen de gentleman irónico que De Cominges se ha ido fabricando a lo largo del tiempo y contra la que él mismo se rebela a veces:
-Os recuerdo que cuando era crítico de cine de El Noticiero Universal o El Periódico, ponía verdes cantidad de películas, hasta el punto de que más de un productor y de un distribuidor pidió mi cabeza -les dijo a sus presentadores.
Y es que el cine español de la época era muy cutre, nos recordó Alicia Giménez Bartlett a los allí presentes. Y ése fue el cine con el que, salvo honrosas excepciones, tuvo que bregar De Cominges entre 1976 y 1979, años que recogen esos diarios que han salido a la luz gracias a la insistencia de Alicia, quien le convenció para que los sacara del cajón, los releyera y los diera a la imprenta para que todos fuéramos conscientes de que el cine español no siempre fue esa agradable mezcla de talento y autobombo que es en la actualidad. Y es que si Giménez Bartlett está terminando el guión de Corazones cruzados, el nuevo proyecto de Bigas Luna, inspirado en el propio itinerario sentimental del cineasta, De Cominges tuvo que conformarse con participar en obras maestras del spanish bizarro como La isla de las vírgenes ardientes, de Miguel Iglesias, y Makarras connection, de los hermanos Calatrava.
¿No tuvo ninguna alegría este hombre? Pues sí, dentro de lo que cabe. Participó en Tatuaje, la primera película de Bigas Luna; Ensalada Baudelaire, de Leopoldo Pomés, y La campanada, de Jaime Camino. Y mientras iba por ahí claqueta en mano, observando pubis sin querer y de reojo, De Cominges almacenaba anécdotas que luego anotaba en esos diarios que, según propia confesión, se inspiraron en los que François Truffaut redactaba mientras rodaba Fahrenheit 451 y que ahora se editan en forma de libro para información y, sobre todo, diversión del lector interesado tanto en los textos memorialísticos como en las reconstrucciones de época.
Yo me lo compré esa misma noche y me proporcionó dos horitas de diversión y nostalgia que, ya puestos, me ayudaron a entender un poco mejor a ese caballero al que, vaya usted a saber por qué, siempre imagino incorporándose a filas con sus palos de golf a cuestas y la nariz arrugada al comprobar que en el barracón que le ha tocado en suerte impera un pungente olor a pies.
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