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Tribuna:LA IMPOSIBILIDAD DE VENCER EN EL MUNDO ACTUAL
Tribuna
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Escenarios para una guerra global

La cuestión que estos días turba las conciencias de todos no es si el terrorismo está bien o mal, o si hay que erradicarlo aunque sea de forma violenta: sobre esto hay un consenso unánime, al menos en Occidente y en muchos países árabes, e incluso un pacifista admite que en cualquier reacción de legítima defensa es indispensable cierta dosis de violencia. Si no fuera así, no deberían existir ni siquiera las fuerzas de policía, y no habría que usar la violencia contra quien está disparando a la multitud. Los auténticos problemas son otros: si la guerra es la forma adecuada de violencia y si el enfrentamiento que nos espera debe convertirse en un enfrentamiento de civilizaciones -o, si se prefiere, de culturas-, o una guerra entre Oriente y Occidente. De ahora en adelante usaré, por comodidad, la expresión 'guerra E/O', del mismo modo que durante la Guerra Fría se consideraba, con mucha flexibilidad geográfica, Este a Checoslovaquia y Oeste a Finlandia, Este a China y Oeste a Japón. Y naturalmente, al hablar de un enfrentamiento entre mundo cristiano y mundo musulmán, incluyo entre los cristianos a todos los occidentales, incluidos los ateos y los agnósticos, y en el mundo musulmán también a los fieles de poca fe que beben vino a escondidas sin preocuparse lo más mínimo por el Corán.

Por un lado, las operaciones de guerra pueden empujar en Oriente a las masas fundamentalistas a tomar el poder en los diferentes Estados musulmanes, incluso en algunos de los que apoyan a Estados Unidos; por el otro, la intensificación de atentados insostenibles puede llevar a las masas occidentales a considerar al islam en su conjunto como el enemigo. Tras lo cual tendríamos un enfrentamiento frontal, el Armagedón decisivo, el choque final entre las fuerzas del Bien y las del Mal (y cada parte consideraría mal a la parte contraria). No es un escenario imposible. Por ello, como todos los escenarios, debe dibujarse hasta sus últimas consecuencias.

Admito que para hacerlo hay que practicar el arte de la ciencia-ficción. Pero también el desplome de las dos torres fue anticipado por mucha ciencia-ficción cinematográfica, y, por lo tanto, los escenarios de ciencia-ficción, aunque no necesariamente dicen lo que va a ocurir, sí sirven para decir lo que podría ocurrir.

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Choque frontal, pues, igual que en el pasado. Pero en el pasado había una Europa con fronteras bien definidas, con el Mediterráneo entre cristianos e infieles y con los Pirineos, que mantenían aislada la parte occidental del continente que aún era en parte árabe. Tras lo cual, el enfrentamiento podía asumir dos formas: o el ataque o la contención.

El ataque lo constituyeron las Cruzadas, pero ya se sabe lo que pasó. La única cruzada que llevó a una conquista efectiva (con la instalación de los reinos francos en Oriente Próximo) fue la primera. Después, durante siglo y medio (con Jerusalén de nuevo en manos de los musulmanes), hubo otras siete, sin contar expediciones fanáticas e insensatas como la llamada cruzada de los niños. En todas ellas, la respuesta a la llamada de San Bernardo o de los pontífices fue poco entusiasta y confusa. La segunda cruzada estuvo mal organizada; la tercera vio a Barbarroja morir en el camino; a los franceses e ingleses, llegar a las costas enemigas y, después de alguna conquista y alguna negociación, volverse a casa. En la cuarta, los cristianos se olvidaron de Jerusalén y se pararon a saquear Constantinopla. La quinta y la sexta fueron prácticamente dos viajes de ida y vuelta. En la séptima y la octava, el bueno de San Luis luchó bien en las costas, pero no obtuvo nada consistente y murió allí. Fin de las cruzadas.

La única operación militar de éxito fue, más tarde, la Reconquista de España. Pero no fue una expedición de ultramar, sino más bien una lucha de reunificación nacional (algo así como el Piamonte con el resto de Italia), que no resolvió el enfrentamiento entre los dos mundos, sino que simplemente desplazó la línea fronteriza.

En lo que a la contención se refiere, los turcos se detuvieron ante Viena, se ganó la batalla de Lepanto, se erigieron torres en las costas para avistar a los piratas sarracenos, y así durante algunos siglos. Los turcos no conquistaron Europa, pero el enfrentamiento permanece.

Después, en los últimos siglos, asistimos a un nuevo enfrentamiento: Occidente espera a que Oriente se debilite y lo coloniza. Como operación, no hay duda de que estuvo coronada por el éxito, y durante mucho tiempo, pero hoy estamos viendo los resultados. El enfrentamiento no se ha eliminado, sólo se ha agudizado.

Se podría decir que, a fin de cuentas, Occidente ha salido ganando. Europa no fue invadida por los hombres del turbante y la cimitarra, y éstos se han visto obligados a aceptar, en su casa, la tecnología occidental en gran medida. Podría considerarse un éxito si no fuera porque, gracias a la tecnología occidental, Bin Laden ha logrado derribar las dos torres. Imagino que los productores occidentales de armas se frotarán las manos cada vez que consiguen vender alta tecnología bélica a Oriente, y que para celebrarlo comprarán un barco nuevo de cien metros de largo. Si así os va bien, entonces alegraos, muchachos, habéis ganado.

Pero hasta ahora he faltado a mi promesa y he hablado de historia, no de ciencia-ficción. Pasemos a la ciencia-ficción, que tiene la consoladora ventaja de no ser todavía verdad en el momento en que se imagina.

Volvemos, pues, a plantear el choque frontal; es decir, la guerra E/O. ¿En qué se diferenciaría este choque de los enfrentamientos del pasado? En tiempos de las cruzadas, el potencial bélico de los musulmanes no difería mucho del de los cristianos: espadas y máquinas de asedio estaban a disposición de ambos. Hoy, Occidente tiene ventaja en cuanto a tecnología bélica. Es cierto que, en manos de los fundamentalistas, Pakistán podría usar la bomba atómica, pero como mucho conseguiría arrasar, por ejemplo, París e inmediamente sus reservas nucleares quedarían destruidas. Si cayera un avión estadounidense, construirían otro; si cayera un avión sirio, tendrían dificultades para comprar otro a Occidente. El Este arrasa París y el Oeste lanza una bomba atómica sobre La Meca. El Este difunde el botulismo por correo y el Oeste le envenena todo el desierto de Arabia, como se hace con los pesticidas en los inmensos campos del Midwest, y mueren hasta los camellos. Estupendo. Tampoco duraría tanto, como mucho un año; después, todos continuarían con las piedras, pero ellos saldrían perdiendo.

Con una salvedad: hay otra diferencia con respecto al pasado. En tiempos de las cruzadas, los cristianos no necesitaban hierro árabe para hacer sus espadas, ni los musulmanes hierro cristiano. Ahora, en cambio, incluso nuestra tecnología más avanzada vive del petróleo, y el petróleo lo tienen ellos, por lo menos la mayor parte. Ellos solos, sobre todo si les bombardean los pozos, no pueden extraerlo; pero nosotros nos quedamos sin él. A no ser que se lance en paracaídas a millones de soldados occidentales para conquistar y vigilar los pozos, pero entonces los volarían ellos, y además una guerra por tierra, en esos países, no es tan fácil.

Occidente, por lo tanto, debería reestructurar toda su tecnología para eliminar el petróleo. Y dado que todavía hoy no ha conseguido hacer un automóvil eléctrico que vaya a más de ochenta kilómetros por hora y no tarde una noche en cargarse, no sé cuánto tiempo llevaría esta reconversión. Incluso sin contar con la vulnerabilidad de las nuevas centrales, se necesitaría mucho tiempo para propulsar a los aviones y los tanques, y hacer que nuestras centrales eléctricas funcionaran con energía atómica. Además habría que ver si las Siete Hermanas están de acuerdo. No me asombraría que los petroleros occidentales estuvieran dispuestos a aceptar un mundo islamizado con tal de seguir obteniendo beneficios.

Pero la cosa no acaba aquí. En los buenos tiempos pasados, los sarracenos estaban de un lado, más allá del mar, y los cristianos, de otro. Si durante las cruzadas dos árabes (quizá disfrazados) hubieran intentado erigir una mezquita en Roma, les habrían degollado y no habrían vuelto a intentarlo. Hoy, en cambio, Europa está llena de musulmanes que hablan nuestros idiomas y estudian en nuestras escuelas. Si ya hoy algunos de ellos se alían con los fundamentalistas de su país, imaginemos qué pasaría si tuviésemos una guerra E/O. Sería la primera guerra con un enemigo acomodado en casa y asistido por la seguridad social.

Pero, atención, el mismo problema se plantearía en el mundo islámico, que tiene en su casa industrias occidentales e incluso enclaves cristianos como Etiopía. Como el enemigo es malo por definición, damos por perdidos a todos los cristianos del otro lado del mar. La guerra es guerra. Son desde el principio carne de cañón. Ya los canonizaremos a todos después en la plaza de San Pedro.

En cambio, ¿qué hacemos en nuestro país? Si el conflicto se radicaliza más de lo debido, y caen otros dos rascacielos, o incluso San Pedro, tendremos una caza al musulmán. Una especie de noche de San Bartolomé o de Vísperas Sicilianas: se coge a cualquiera que tenga bigote y una piel no excesivamente blanca y se le degüella. Se trata de matar a millones de personas, pero la multitud se ocupará de ello sin necesidad de molestar a las fuerzas armadas. Naturalmente, habría que ver si se degüella también a un árabe cristiano, o a un siciliano que no tenga ojos azules de normando, pero somos tan políticamente correctos que en el carné de identidad no figura si se es cristiano o musulmán, y además hay que desconfiar también de los europeos rubios que se han vuelto infieles. Como ya se dijo en la guerra contra los albigenses, de momento matadlos a todos, y luego Dios reconocerá a los suyos. Por otra parte, no puede uno arriesgarse a hacer una guerra planetaria y permitir que se quede en tu casa un solo fundamentalista, que después puede actuar como kamikaze en una estación.

Podría prevalecer la razón. No degollamos a nadie. Pero incluso los norteamericanos, tan liberales, a principios de la II Guerra Mundial recluyeron en campos de concentración, aunque fuera con mucha humanidad, a todos los japoneses que tenían en casa, aunque hubieran nacido allí. Por lo tanto (y siempre sin hilar fino), se localiza a todos los posibles musulmanes -y si, por ejemplo, son etíopes cristianos, qué se le va a hacer, Dios reconocerá a los suyos- y se les pone en algún sitio. ¿Dónde? Con la cantidad de extracomunitarios que andan por Europa, para hacer campos de prisioneros se necesitaría un espacio, organización, vigilancia, comida y cuidados médicos insostenibles, sin contar con que esos campos serían bombas que estallarían con sólo poner juntos a varios miles, y que no se pueden hacer campos para grupos de a cuatro.

O, si no, se les coge a todos (no es nada fácil -pero ¡ay de nosotros si queda uno solo!- y hay que hacerlo deprisa, de una sola vez), se les carga en una flota de barcos mercantes y se les descarga... ¿Dónde? Se dice: 'Perdone, señor Gaddafi; perdone, señor Husein, ¿le importaría hacerse cargo de estos tres millones de turcos que intento expulsar de Alemania?'. La única solución sería la de los traficantes de inmigrantes: se les arroja al mar. Millones de cadáveres flotando en el Mediterráneo. Me gustaría ver qué Gobierno se atreve a hacerlo, serían mucho peor que desaparecidos, incluso Hitler masacraba poco a poco y a escondidas.

Como alternativa, en vista de que somos buenos, les dejamos que se queden tranquilos en casa, pero detrás de cada uno ponemos a un agente de policía para que lo vigile. ¿Y dónde encontramos tantos agentes? Se reclutan entre los extracomunitarios. ¿Y si después ocurre como en Estados Unidos, donde las compañías aéreas, para ahorrar, dejaban que los inmigrantes del tercer mundo hicieran los controles en los aeropuertos y luego pensaron que a lo mejor no eran de fiar?

Naturalmente, todas estas reflexiones las podría hacer, al otro lado de la barricada, un musulmán sensato. El frente fundamentalista, no sería desde luego del todo vencedor, una serie de guerras civiles ensangrentaría sus países desembocando en horribles masacres, también recaerían sobre ellos contragolpes económicos, tendrían menos comida y aún menos medicinas de las pocas que tienen hoy, morirían como moscas. Pero si partimos del punto de vista de un choque frontal, no debemos preocuparnos por sus problemas, sino por los nuestros.

Volviendo, pues, al Oeste, se crearían dentro de nuestras filas grupos filoislámicos, no por fe, sino por oposición a la guerra, nuevas sectas que se negarían a optar por Occidente, seguidores de Gandhi que se cruzarían de brazos y se negarían a colaborar con sus Gobiernos, fanáticos como los de Waco que empezarían (sin ser fundamentalistas musulmanes) a desencadenar el terror para purificar al Occidente corrupto. Pero no es imprescindible pensar sólo en estas franjas. Estoy pensando en la mayoría.

¿Aceptarían todos la disminución de energía eléctrica, sin poder recurrir siquiera a las lámparas de petróleo? ¿El oscurecimiento fatal de los medios de comunicación y no más de una hora de televisión al día? ¿Los viajes en bicicleta en lugar de en automóvil? ¿Cines y discotecas cerrados, hacer cola en el McDonald's para tener la ración diaria de una rebanada de pan de salvado con una hoja de lechuga? En resumen, ¿el cese de una economía de prosperidad y derroche? Imaginemos lo que le importa a un afgano o a un prófugo palestino vivir en una economía de guerra, para ellos no cambiaría nada. Pero ¿a nosotros? ¿A qué crisis de depresión y desmotivación colectiva nos enfrentaríamos? ¿Estaríamos dispuestos a aceptar el llamamiento de un nuevo Churchill que nos prometiera sangre y lágrimas? ¡Pero si los italianos, tras veinte años de propaganda fascista sobre nuestra misión civilizadora, llegados a cierto punto estábamos encantados de perder la guerra con tal de que cesaran los bombardeos! Es cierto que esperábamos a cambio a los norteamericanos buenos con sus raciones, mientras que ahora se esperaría a los sarracenos malos que matarían a los curas y los frailes y pondrían el velo a nuestras mujeres, pero ¿estaríamos tan motivados como para no aceptar cualquier sacrificio?

¿No se crearían por las calles de Europa cortejos de orantes esperando desesperados y pasivos el Apocalipsis? Hemos admirado la resistencia y la energía patriótica de los norteamericanos tras la tragedia del 11 de septiembre, pero, a pesar de toda la indignación y la solidaridad que sienten, siguen teniendo su filete, su automóvil, y el que se atreva, sus líneas aéreas. ¿Y si la crisis del petróleo provocase un apagón, la falta de Coca-Cola y de Big Mac, la visión de supermercados desiertos con sólo una lata de tomate allí y una bandeja de carne caducada aquí, como hemos visto en algunos países del este europeo en los momentos de máxima crisis? ¿Hasta qué punto se seguirían identificando con Occidente los negros de Harlem, los desheredados del Bronx, los chicanos de California, los caldeos de Ohio (sí, los hay, los he visto, con sus vestidos y sus ritos)?

Occidente (y Estados Unidos más que nadie) ha fundado su fuerza y su prosperidad acogiendo en su casa a gente de cualquier raza y color. En caso de enfrentamiento frontal, ¿cuánto aguantaría esta fusión?

Y, por fin, ¿qué harían los países de Latinoamérica, donde muchos, sin ser musulmanes, han elaborado sentimientos de rencor hacia los gringos, hasta el punto de que allí, incluso después de la caída de las torres, hay quien susurra que los gringos se lo han buscado?

En resumen, la guerra E/O podría muy bien mostrar a un islam menos monolítico de lo que se piensa, pero desde luego vería a una cristiandad fragmentada y neurótica, donde poquísimos se presentarían candidatos a ser los nuevos templarios; es decir, los kamikazes de Occidente.

Estos escenarios de ciencia-ficción no me los estoy inventando yo; hace ya unos treinta años, aunque sin prever una guerra total, sino sólo un apagón accidental, Roberto Vacca ideó escenarios apocalípticos como éstos en su obra Medioevo prossimo futuro.

Repito: he dibujado un escenario de ciencia-ficción, y naturalmente espero, como todos, que no se haga realidad. Pero lo he hecho para decir lo que, razonando con lógica, podría ocurrir si estallara una guerra E/O. Todos los incidentes que he previsto derivan de la existencia de la globalización, y en este marco, los intereses y exigencias de las fuerzas en conflicto estarían estrechamente enlazados, como ya lo están, en una madeja que no se puede devanar sin destruir.

Lo que significa que, en la era de la globalización, una guerra global es imposible; es decir, que llevaría a la derrota de todos.

Umberto Eco es escritor y semiólogo italiano.

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