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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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Desgana impertinente

EL PRESIDENTE AZNAR compareció el pasado jueves ante el Congreso, 11 días después de los primeros bombardeos sobre Afganistán, para rendir teóricamente cuentas a los diputados de los compromisos del Gobierno en un conflicto bélico globalizado (sea o no denominado guerra) que afecta directamente a España como miembro de la Alianza Atlántica. Como suelen hacer las personas que ocultan su inseguridad tras la impavidez y sus incumplimientos tras la descortesía, el jefe del Ejecutivo ni siquiera se disculpó por la tardanza en cumplir su deber de acudir a la Cámara nada más iniciarse los bombardeos; aunque el Gobierno tenga mayoría absoluta en el hemiciclo, es la institución parlamentaria en su conjunto -de la que forman parte los representantes de la oposición elegidos por todos los ciudadanos- quien encarna la soberanía popular.

Las críticas de la oposición a la tardanza del Gobierno en cumplir con su obligación de informar al Parlamento sobre la situación creada tras las operaciones bélicas en Afganistán fueron ignoradas por Aznar

Si la breve intervención inicial del presidente del Gobierno fue decepcionante por su desgana (reiteró informaciones ya conocidas, sobreactuó su inconvincente papel de líder churchiliano y lanzó pellizcos de monja a los tibios que contestan sí... pero a los bombardeos sobre Afganistán), la impertinencia dominó sus réplicas posteriores. El portavoz del PSOE apoyó en términos generales la respuesta a los atentados del 11 de septiembre; sin embargo, las observaciones críticas de Zapatero fueron mal acogidas por Aznar. Todavía peor trato recibieron el representante del PNV, censurado por su silencio sobre ETA, y el coordinador de IU, que condena como ilegítimas las operaciones contra Afganistán y considera conculcada la Constitución al no haber sido aprobada previamente por las Cortes la intervención española en el conflicto.

La ampliación del consenso entre las distintas fuerzas políticas y el fortalecimiento de la cohesión social servirían de gran ayuda para erradicar las redes terroristas instaladas en nuestro territorio. Sin embargo, la tendencia del Gobierno a utilizar la crisis abierta el 11 de septiembre de forma partidista, acusando de tibieza a los socialistas y atribuyendo móviles ocultos a los sectores contrarios a la intervención armada en Afganistán, no sólo desalienta los acercamientos, sino que fomenta las diferencias en la opinión pública. Sin duda alguna, la matanza de miles de ciudadanos en suelo estadounidense fue una brutal agresión, justificadora de una legítima respuesta proporcionada dirigida contra sus inductores. Pero las consecuencias de los bombardeos sobre la población civil (suavizadas con el eufemismo daños colaterales y exculpadas mediante la teoría del doble efecto), los cientos de miles de refugiados afganos, las advertencias de las organizaciones humanitarias sobre futuras hambrunas y la eventual propagación del conflicto a otros países no son cuestiones que puedan ser despachadas con despectivas alusiones a los buenos sentimientos o con envenenadas referencias al quintacolumnismo de los discrepantes.

Durante el cruento conflicto librado en Estados Unidos en el siglo XIX, el general Sherman rehusó cualquier responsabilidad por los padecimientos infligidos a la población civil con el argumento de que 'la guerra es el infierno': el siglo XX extrajo de esa ominosa tesis las más terribles consecuencias. La brutalidad de una agresión, sin embargo, no priva de vigencia ni a las convenciones sobre el ius in bello (un derecho diferente del ius ad bellum) ni a la teoría de la justicia inspiradora de los valores amenzados por el terrorismo internacional; como señala Michael Walzer en Guerras justas e injustas (Paidós, 2001), el dilema de vencer a todo trance o de respetar las reglas de la guerra plantea problemas no sólo militares y políticas, sino también morales. Pero también hay razones pragmáticas y argumentos utilitaristas para proteger a la población civil de Afganistán y no ampliar el teatro de operaciones. Porque una respuesta desproporcionada pondría en marcha los efectos perversos buscados precisamente por los autores del provocador atentado: el enfrentamiento con toda la comunidad musulmana, incluidas las minorías residentes en Occidente.

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