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Columna
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Atrevencia

No hay duda de que el panorama político vasco ha cambiado después de las elecciones del 13 de mayo. El brazo político de ETA ha perdido la capacidad de determinar la actividad parlamentaria y de gobierno que tuvo en la legislatura anterior; también su poder ascendente e intimidatorio de épocas anteriores ha hallado freno; se ha logrado constituir una mayoría de gobierno más sólida y menos expuesta a una crisis que la de la legislatura anterior; se ha conseguido una fotografía más nítida del mapa electoral gracias a la elevada participación ciudadana, clarificándose las zonas de sombra e incertidumbre causadas por las bolsas de abstención; se ha producido un cambio, quizá sólo táctico, en la orientación del Ejecutivo que, meramente táctico o no, supone una modificación sustancial de su política antiterrorista y que acabará resolviendo sus aún evidentes ambigüedades y circunloquios.

Todo eso es cierto, y todo eso se ha ganado. Y lo hemos ganado todos, yo diría que, especialmente, las fuerzas políticas que conformaban antes de esa fecha, y siguen haciéndolo ahora, el lado de la oposición. Sin embargo, es verdad que las elecciones se perdieron, y la apuesta para ganarlas fue muy fuerte como para camuflar la derrota entre esas mejorías arriba aludidas. Pero una derrota, en la política, nunca puede ser considerada definitiva, menos aún cuando la alternativa derrotada planteaba su opción como necesaria para un cambio social cuya urgencia, si no cambian las cosas a lo largo de esta legislatura, sigue siendo evidente. Cuando la derrota es además tan dulce como la que vengo describiendo, no puede haber lugar para el desánimo, sino para el análisis de los errores cometidos, tanto programáticos como tácticos, para que un triunfo que parecía estar al alcance de la mano se convirtiera a la postre en un espejismo.

Y es al desánimo, más que al análisis, a lo que parece responder la crisis de uno de los dos grandes partidos de la oposición, el Partido Socialista de Euskadi. A cambio de situación, planteamientos nuevos, ese es el argumento que esgrimen algunos representantes de ese partido, y es curioso que la línea divisoria del debate se establezca entre los partidarios de lo nuevo y de lo viejo. Aún resulta más curioso que los partidarios de lo nuevo tengan en mente justo el retorno de lo viejo, es decir, un replanteamiento de alianzas que invoca el carácter de eje articulador del país del viejo tándem PNV-PSE. La añoranza no es buena compañera, sobre todo cuando no va acompañada de la crítica, y tengo la impresión de que el PSE abandonó aquella etapa de colaboración sin haber realizado una crítica de lo que supuso, tanto en sus aspectos positivos como negativos. Sigue sin hacerla, y no basta con airear el espantajo del frentismo, un peligro inexistente en aquella época y que no determinó la configuración de aquellos gobiernos mixtos, frutos más bien de necesidades coyunturales de gobernancia. El frentismo surge con Lizarra y es una consecuencia inevitable de la política nacionalista de los últimos años. Y es frentismo lo que se sigue buscando con el acercamiento del PSE hacia las posiciones nacionalistas; frentismo contra la primera fuerza de la oposición, un partido cuya presencia era casi testimonial en aquellas épocas, pero cuya emergencia modifica de raíz el mapa político y obliga a planteamientos que excluyan la añoranza y la comodidad.

Sé que nombro la bicha, y que es justo esa irrupción del 'adversario natural' y la necesidad de diferenciarse de él la que está motivando el debate socialista. Pero me pregunto cuál es el 'adversario natural' de los socialistas en nuestra situación real, y no en una situación virtual aplicada como una plantilla de validez universal cargada de ideologemas. Si damos un vistazo al panorama que nos ha dejado el nacionalismo gobernante, llegaremos a la conclusión de cuál ha de ser, hoy y aquí, el 'aliado natural'. Y de lo que se trataría es de conformar y discutir con él no un proyecto de resistencia, como ocurrió en las pasadas elecciones, sino un proyecto de país, de éste que tenemos tras más de veinte años de autonomía. Un país del que desaparecieran definitivamente los fantasmas de la mezquindad, la exclusión, la reclusión en sí mismo, el delirio desestabilizador y el peligro para tantos miles de jóvenes abocados al crimen doctrinario. Quizá sea ese el debate urgente, y no la pérdida de tiempo en lo que no nos parece necesario pero que parece satisfacer a otros que, además, nunca nos agradecerán el esfuerzo. No contribuyamos con más polvos a los lodos por venir.

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