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Columna
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Estabilidad deteriorada

Jesús Mota

En una sociedad democrática, el juicio que merecen los equipos de gobierno debe establecerse en función de los objetivos que ellos mismos se proponen o de los programas en virtud de los cuales han sido seleccionados por los ciudadanos en unas elecciones. Aunque no puede decirse que el equipo económico de los Gobiernos de José María Aznar -Rodrigo Rato y Cristóbal Montoro son el hilo conductor- se haya caracterizado por su clarividencia, sí al menos hay que atribuirles la integración de la economía española en la Unión Monetaria y la rebaja del Impuesto sobre la Renta, que no de impuestos.

En cuanto a política económica, la norma ha sido y es la confusión mezclada con la repetición. En un momento (electoral) el gran objetivo económico era la convergencia con la renta de la zona euro; pero inmediatamente después se recuperó la idea del déficit cero y el equilibrio presupuestario. Hasta qué punto ambos objetivos son compatibles en la cruda realidad -en los discursos lo son por completo, sobre todo cuando se fía la convergencia al diferencial de crecimiento- es un misterio que, seguro, tampoco conocen en el Ministerio de Economía. Pero en el supuesto de que se descarte la prioridad del propósito de convergencia, por molesta, resulta que tampoco está claro el objetivo de equilibrio persupuestario. Siguiendo una inveterada costumbre en el modo de actuar de los departamentos de Economía y Hacienda, lo que se dice y lo que se hace son cosas diferentes.

La disposición transitoria que permite compensar Estado y Seguridad Social resta credibilidad al 'déficit cero'

Contra viento y marea, con un exhibicionismo que probablemente busca el reconocimiento de heroicidad, Rato y Montoro han defendido que en estos momentos de recesión, la salvación está en el déficit cero y que el desviacionismo keynesiano es un error que los heresiarcas pagarán caro. La rígida ortodoxia presupuestaria se plasmó en la famosa Ley General de Estabilidad Presupuestaria, el legado que Montoro quiere dejar a la humanidad asfixiada por las veleidades intervencionistas.

Pero en la Ley se ha introduicido una nueva disposición transitoria (única) que dice lo siguiente: 'La determinación del objetivo de estabilidad presupuestaria en el Estado y el sistema de Seguridad Social se realizará conjuntamente en tanto no se culmine el proceso de separación de fuentes de este último'. Tal disposición significa que mientras no culmine la separación de fuentes de financiación, el Estado puede hacer lo que le plazca y enredar las cifras para que cuenten lo que a los ideólogos y ministros del ramo les parezca oportuno.

Los defensores auténticos de la ortodoxia presupuestaria -entre los que resulta difícil encuadrar al Ejecutivo- deploran semejante disposición. Entienden que la condición referida a la separación de fuentes es un pretexto (y no de los mejores) para trastear con las cifras del Presupuesto en los tiempos de evidente dificultad para la recaudación tributaria que se avecinan. Por lo tanto, la credibilidad inicial que merece la tan ponderada Ley de Estabilidad, medida con los criterios que reconoce el Gobierno, resulta cuestionada.

Así que el debate sobre si conviene mantener la ortodoxia (monetaria y presupuestaria) o recurrir al dinero del Estado para mantener viva la demanda de inversión y de consumo, que inquieta a los economistas occidentales, en España carece de sentido. En sentido estricto, nadie sabe cuál es el volumen de inversión pública -más de la mitad circula fuera de las cuentas presupuestarias- ni el consumo público, ya que las cifras se revisan de forma interesada cada trimestre, ni qué mide realmente el déficit del Estado. ¿Qué debate serio cabe hacer entonces, que no sea una disquisición trivial sobre las generalidades que proponen los ministros económicos como si fueran una política económica articulada?

La disposición transitoria nos introduce de lleno en un ámbito en el que el Gobierno de José María Aznar -al menos su área económica- se mueve con gran comodidad, que es el de la manipulación estadística. Gracias a su reconocida habilidad para ocultar información pública y su descaro para obtener conclusiones disparatadas (siempre favorables, eso sí) de la poca que se conoce, el seguimiento y análisis de los logros oficiales es literalmente imposible. Donde no hay información no hay juicio... ni crítica.

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