'La gente vive aterrada con los talibanes'
Dos desertores relatan la espantosa vida bajo el régimen tiránico de Kabul
Tazugul es un pastún que acaba de desertar de las filas talibanes. Tiene barba negra, el rostro huesudo y unos ojos diminutos, nerviosos y oscuros. A sus 30 años parece un anciano, nada extraño en un país como Afganistán, en el que la esperanza de vida apenas supera los 40. En la madrugada del viernes cruzó la línea del frente por la aldea de Sinjeddarah, a 40 kilómetros de Kabul. 'Tomé la decisión el día anterior. Los afganos viven aterrorizados. No podía aguantar más la presión de los talibanes ni las bombas americanas sobre Kabul', asegura sentado frente al comandante Rademudin, jefe de la Alianza del Norte en esta zona.
'Llevaba semanas reflexionando sobre esta huida, pero no me atrevía a dar el paso definitivo. Cuando el jueves se lo dije a mi mujer, ella se llevó una alegría. Escapamos por la noche, junto a nuestros seis hijos y 10 de mis soldados. Aprovechamos el inicio de los ataques nocturnos, porque es cuando los talibanes se esconden, y caminamos entre las líneas durante bastante tiempo hasta alcanzar Sinjeddarah. Ha sido un viaje peligroso pero ahora me siento muy feliz'.
'Sus normas sobre la longitud de la barba y las prohibiciones no son de nuestra religión'
Abdula Agam es otro desertor. Tiene 25 años. Se mueve con una extrema lentitud y no parece tan inquieto. Lleva barba larga y ya se ha calzado sobre la cabeza un pakol tayiko aunque él es pastún. 'Me he marchado porque no quiero seguir más tiempo en Kabul. Los talibanes están fuera de sí. La gente vive aterrada por los talibanes, por las bombas; la población trata de huir como sea, pero no les permiten abandonar la ciudad. Kabul parece una cárcel. Los controles en la calle son constantes; igual que las detenciones y los abusos contra los civiles'.
Abdula Agam, como Tazugul, se aprovechó de sus galones de teniente para escabullirse en la oscuridad junto a su mujer y dos hijos. Le siguieron ocho hombres de su unidad de combate. 'Hay muchos más soldados talibanes que tratan de cambiar de bando, pero no resulta sencillo. La situación es pésima en Kabul: los bombardeos afectan sobre todo a instalaciones militares, pero también matan a civiles. He visto con mis ojos el edificio del Ministerio de Defensa completamente destruido. Las bombas han acabado con la torre de la televisión y con el aeropuerto'.
Abdula, sentado sobre una alfombra rojiza en el centro de la habitación, se toma un respiro ante sus nuevos compañeros, que le observan como si fuera una aparición. 'Los talibanes se marchan de la ciudad por la noche, cuando comienzan los ataques; se mueven hasta las líneas del frente donde se creen más seguros, o se colocan en las salidas de Kabul para impedir la huida en masa de sus habitantes; después regresan al amanecer'.
El comandante Rademudin interviene: 'Los bombardeos son una excelente oportunidad para nosotros y para Afganistán, pero si matan a civiles ya no serán buenos para nadie'. La Alianza del Norte dispone de informaciones, pero no cifras, de que los misiles y aviones estadounidenses y británicos han fallado objetivos causando muertos entre la población. 'En el ataque a la torre de la televisión dieron a una casa', explica Rademudin. Este jefe militar de la Alianza está convencido de que los casos de Abdula Agam y Tazugul no son excepcionales. 'Hay muchos talibanes que quieren desertar y pronto lo harán en masa, aquí o en el frente de Mazar-i-Sharif. Nosotros estamos preparados para lanzar el ataque final sobre la capital en cualquier momento; sólo falta la orden de nuestros jefes'.
Pero esa orden no termina de llegar. Un día se anuncia una ofensiva general y al siguiente se pospone sin explicaciones. La razón, sin embargo, parece sencilla: la Alianza del Norte carece de los medios militares necesarios para conquistar Kabul. 'Es muy importante que los americanos bombardeen las posiciones talibanes en la línea del frente', afirma sin rodeos el comandante. Sus palabras son una confirmación de sus dificultades para avanzar sobre el terreno.
Ese frente es difuso en algunos puntos, confuso en otros y muy definido en la mayoría, con posiciones estáticas de artillería pesada y ligera, y de carros de combate. En el caso del frente de Sinjeddarah 300 metros separan a los bandos. 'Tal vez evitan el ataque sobre sus líneas para no fallar el blanco y darnos a nosotros', ironiza el comandante. La broma es celebrada por sus muyahidin alrededor de unas tazas de té verde.
Otras fuentes aliancistas manejan, y con considerable preocupación, otra hipótesis: la selección de objetivos estadounidenses podría obedecer a un plan preestablecido para no permitir que la Alianza del Norte tome Kabul. Rademudin salta ante la exposición de esta teoría: 'No vamos a permitir que nadie organice un Gobierno títere en Afganistán. Llevamos seis años luchando contra los terroristas; EE UU, sólo un mes. Les advertimos hace mucho tiempo del peligro que representaban los talibanes, pero nadie nos escuchó. Hoy repetimos el aviso y decimos que Pakistán es el responsable de los talibanes, de los campos de entrenamiento para los terroristas y de la destrucción de nuestro sistema eléctrico, de nuestras carreteras y campos de labranza. No vamos a permitir que ese país juegue un papel en el futuro de Afganistán'.
En el mercado de Charikar, una calle enjambrada de curiosos, la gente se mueve tranquila, acostumbrada, o tal vez desafiante en su calma, al peligro de las posiciones artilleras de los talibanes en la montaña del norte. Charikar es una cuña en las líneas enemigas. Ayer, viernes, era el día sagrado de los musulmanes y la mezquita estaba abarrotada de fieles. Poco antes, el mulá de Charikar estuvo casi una hora lanzando soflamas religiosas a través de unos potentes altavoces azules. Explicaba en voz monocorde las bondades del islam y de cómo los talibanes no cumplen ninguna de sus leyes sagradas.
Al lado de los cambistas del mercado, otros que hacen su agosto jugando con los vaivenes del dólar, donde los niños y mayores se mueven como una masa uniforme y prieta detrás del extranjero, Sawali y Wobidalah tratan de explicar su caso en medio de la presión humana. Ambos son pastunes, como Abdula Agam y Tazugul, pero no militares. Huyeron de la ciudad de Kandahar, la más importante del sur, hace siete años, después de que los talibanes se hicieran con el control de esa ciudad. 'Nos fuimos porque no nos gustaron sus métodos', dice Sawali, que parlotea el dari, el idioma de los tayikos. 'Esos talibanes no son pastunes afganos, son extranjeros llegados de Pakistán. Sus normas sobre la longitud de la barba y las prohibiciones son estúpidas; no forman parte de nuestra religión ni de las tradiciones de este país'. Preguntado por los bombardeos estadounidenses, Sawali, el más viejo de los dos, se escabulle con inteligencia: 'No puedo opinar porque no sé cuáles son sus intenciones en Afganistán', dice. 'Estaría de acuerdo con ellos si el ciento por ciento de los objetivos fueran militares y no civiles', añade. A su lado, Wobidalah asiente en cada traducción, pues él sólo habla bien el pastún, el idioma del sur, el del 40% de los afganos.
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