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Las luces de Brindisi

Juan Cruz

De pronto la conversación empieza a ser distinta, y tiene que ser distinta. Hemos pasado siglos sin hablar con los próximos, y esa distancia abismal se ha convertido, al final, en el germen de un racismo que va aflorando en el alma y alcanza, tras los recientes atentados en EE UU, su camino de perversión. De pronto, los tabúes políticamente correctos se han roto y por esas compuertas han entrado todos los símbolos de la sospecha, que entre nosotros tuvieron su ejemplo más reciente en los sucesos de El Egido y que en otras latitudes, estos días y siempre, lograron una metáfora duradera en la iniciativa de un antiguo ministro británico de Educación, sir Keith Joseph, que quiso dividir en siete las clases sociales el Reino Unido. De siempre, entre nosotros, ese racismo oculto ha tenido como objetivo a los que venían desde las fronteras del sur, y ahora que hay caldo de cultivo para ello es obvio que ese odio irracional, y antiquísimo, se acelera e incluso se justifica. En las reuniones entre intelectuales y políticos europeos y magrebíes que ha propiciado estos días en Madrid la diputada socialista Carmen Romero, alguno de los presentes preguntó si alguien creía que lo que dijo Berlusconi, después de los atentados, sobre las civilizaciones islámica y occidental respondía a un eco que se sintiera en otras partes. Claro que sí, le dijeron: Berlusconi es un demagogo y sabe que su manifestación racista y xenófoba va a ser un germen creciente en la inmensa mayoría silenciosa que quiere escuchar tales apelaciones a la barbarie de los supuestos civilizados. Y el eco mayor, en términos periodísticos, que recibió el primer ministro italiano lo protagonizó en seguida Oriana Fallaci, la legendaria entrevistadora que no ha querido perderse la parte de leyenda que cree que se le debe en la situación actual. Parecía que aplaudir a Berlusconi no se correspondía con la educación que se ha recibido en los últimos tiempos en las partes más correctas de Occidente, pero ha dado la impresión de que la Fallaci ha tenido más expedito el camino y los que le aplauden se sienten como habitantes de una madriguera que por fin les resulta caliente.

Así, sumando actitudes racistas y xenófobas, alimentando la especie de que estamos en un mundo dividido entre buenos y malos, nos han enseñado a sospechar de los que hablan otras lenguas o lejanas, nos han llevado a sospechar de los acentos y de los turbantes e impulsar el diálogo parece cosa de peligrosos compañeros de viaje. Pero hay que hacerlo. Hay que hacerlo, hay que cambiar de conversación.

El escritor marroquí residente en Francia Tahar Ben Jelloun propuso en estos encuentros de Madrid un sendero por el que hacer circular el futuro, y aludió a unos intercambios culturales entre un mundo y otro para hacer un solo mundo, o al menos para que se comprenda que hay un solo mundo, el de los seres humanos, cuyo olfato, tacto y gusto es el mismo en todas partes, y cuyo deseo de vivir y de no morir es similar en cualquier sitio. Es posible que sea un mal momento, pero todos los momentos son malos cuando el mundo se divide y se fabrican, con el rigor del desprecio, las fronteras militares. Detrás de las banderas, y de las banderitas, siempre hay un mosquetón y una lucha, y en medio de la refriega que se prepara detrás de los himnos patrióticos siempre hay inocentes y niños, y después de la batalla se producen, en los desiertos y en los bosques, pelotones de nada, arena sobre la que nadie puede dibujar nada. En la vida civil, que no está exactamente amenazada por la guerra, el drama está en el desencuentro, en la falta de conocimiento del otro, en el desprecio de los que no piensan como tú.

La propuesta de Ben Jelloun es una utopía, y por tanto debe celebrarse: se trata de que los niños de un lado y del otro de ese universo enfrentado -de momento, Europa y el Magreb, sin duda el mundo que pretenden dividir Berlusconi y su paisana- conozcan a los niños del otro lado, que los maestros y los escritores vayan contándoles una realidad distinta que no sea la de los prejuicios ni la de la poesía. La realidad -decía el argelino Mohamed Kacimi en el mismo encuentro- es mucho menos poética que el mar, y hay que explicarla para que se acabe. Jorge Semprún contó una anécdota que es el germen de un proyecto televisivo europeo, Las luces de Brindisi. Cuando los emigrantes albaneses llegaron a las costas italianas y fueron dramáticamente expulsados de la tierra prometida, uno de los expulsados exclamó: 'Da igual. Ya vi las luces de Brindisi'. No hemos sabido hablar. No hemos sabido recibirles. Por eso siempre nos estamos diciendo adiós.

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