Los 'kamikazes' rubios
Resulta tranquilizador pensar que sólo los japoneses y los árabes tienen madera de kamikazes, pero no es verdad. Véase si no la historia del Schulungslehrgang Elbe, la escuadrilla suicida de la Luftwaffe en los últimos días de la II Guerra Mundial.
Desde muy niño había oído hablar de la legendaria unidad de aviadores alemanes conjurados para estrellar sus aparatos contra las fortalezas volantes aliadas que bombardeaban el Reich hitleriano. Sin embargo, desconocía qué había exactamente de realidad en ese episodio. Tan fantasmagórica como la visión de los pilotos precipitándose agónicamente contra sus objetivos fue la forma en que descubrí, hace dos semanas, la verdadera historia del grupo Elba.
En la II Guerra Mundial, una escuadrilla alemana lanzó sus aviones contra los bombarderos aliados
Patrick Leigh Fermor es el único escritor que conozco que ha secuestrado a un general nazi. Lo hizo en Creta en 1944. Pilló a Karl Kreipe en una emboscada nocturna cerca de Cnosos y, hombre muy culto, no dejó de percibir la bella metáfora del minotauro teutón asaltado en el centro de su laberinto de sangre y Gestapo. Vi a Leigh Fermor, autor de uno de los libros de viajes más hermosos que se haya escrito, El tiempo de los regalos (Península), hace unos días en Londres. Su conversación es muy amena y no sólo por lo de Kreipe, sino por su amistad con gente como Lawrence Durrell y Chatwin, y el relato de cómo buscó -y encontró- las zapatillas perdidas de Lord Byron. También ha conocido a varios Almásy, aunque no al que inspiró El paciente inglés. No obstante, me recomendó un delicioso libro sobre la vida social en El Cairo en el que aparece el conde explorador (y también el propio Leigh Fermor), Cairo in the war, de Artemis Cooper, la esposa del autor de Stalingrado, Antony Beevor.
Tras acercarme a Hyde Park para dar de comer a los patos, fui a Foyle y me sumergí en la extensa sección militar de la gran librería. Hallé el libro y pensé que, ya que estaba, podía buscar las memorias de otro gran quemado Ícaro, Johannes Steinhoff, piloto de reactores en la II Guerra Mundial. 'Busca kamikazes, supongo, como todo el mundo estos días'. Me giré pensando que era el dependiente, pero me topé con la mirada inquisitiva de un hombre extraño con un largo gabán beis. Sentí un escalofrío. El individuo tomó un libro de un estante y me lo puso en las manos. 'Tenga, esto le gustará, es suficientemente espantoso' (frrrightening, dijo, y lo pronunció con un deje extranjero, a lo Bela Lugosi). Se marchó riendo y arrastrando con él una espesa sombra como quien lleva una capa. En Londres hay mucha gente rara, pero en aquel momento yo hubiera jurado que aquel tipo inquietante era el espectro del Barón Rojo. Miré el libro: The last flight of the Luftwaffe, de Adrian Weir, la historia del escuadrón suicida Elba.
Fue una idea propia de tiempos de desesperación. A inicios de 1945, Alemania vivía la agonía de los bombardeos masivos. Parecía no haber manera de detener aquella lluvia de fuego que caía sobre las ciudades como un castigo bíblico. La fuerza aérea alemana, la otrora orgullosa Luftwaffe, estaba desbordada y alas más rápidas y hábiles -las de los cazas norteamericanos- dominaban el cielo de Europa como plateados ángeles vengadores. Ya fanáticos nazis como la piloto Hanna Reitsch y el jefe SS de comandos Otto Skorzeny habían propuesto medidas suicidas a imitación de los kamikaze japoneses: Reitsch postulaba una unidad aérea de selbstopfermanner, 'hombres autosacrificables', y Skorzeny, más técnico, la instalación de una pequeña cabina de pilotaje en las bombas volantes V-1. Sin embargo, quien puso en práctica la idea de la escuadrilla suicida fue un condecorado as no particularmente nazi, Hajo Hermann, un tipo hábil que había aterrizado con su aparato Ju-88 sobre un globo durante la batalla de Inglaterra.
A diferencia de los kamikazes japoneses, que atacaban principalmente barcos, los pilotos alemanes debían estrellar sus aviones contra otros aviones. La demencial técnica consistía en embestir a los gigantescos bombarderos aliados por detrás (las seis, en terminología de combate aéreo) y destrozarles la cola con la hélice. Sobre el papel, no era absolutamente preciso matarse, pues el piloto podía saltar en paracaídas en el instante antes de la colisión. No hace falta ser un genio en aeronáutica para darse cuenta de que las posibilidades de supervivencia al percutir en el aire a toda velocidad contra una fortaleza volante cargada de bombas eran más bien remotas (un 10%, según la optimista estimación del mando), y así se hizo saber en la convocatoria de plazas para la evanescente unidad. Sorprendentemente, se presentaron un montón de voluntarios, más de dos mil, lo que da la medida de la locura reinante y hace reflexionar sobre la distancia cultural con que nos miramos hoy en día los actos suicidas de los pilotos japoneses y de los recién llegados al mundo de la aviación sin retorno, los árabes. El nombre en clave escogido para la unidad fue todo un eufemismo, Schulungslehrang Elbe, Curso de Entrenamiento Elba (la base se situó en Stendal, cerca del río Elba).
El único ataque del grupo documentado históricamente (y silenciado durante años por los aliados, horrorizados) se produjo el 7 de abril de 1945. Los frágiles aviones de la escuadrilla, anticuados Messerschmitts 109 a los que se había despojado de todo accesorio, incluso armamento y blindaje, para hacerlos más rápidos a fin de evitar a los cazas P-51 norteamericanos que protegían a los bombarderos, fueron despegando. Sus radios sólo permitían recibir emisiones: la voz de una mujer que les recordaba la destrucción producida en sus hogares por los odiados aparatos a los que iban a enfrentarse. Las frías estadísticas dicen que 120 aviones alemanes del grupo Elba despegaron aquel día; 53 se estrellaron, 40 pilotos murieron, 13 fortalezas volantes fueron destruidas y otras sufrieron daños. La mayoría de los pilotos alemanes, en general jóvenes sin experiencia, no llegaron a su objetivo. Pero los que lograron percutir provocaron aterradoras escenas de fuego y dolor. Muchos bombarderos explotaron con el choque engullendo en un infierno al caza. En un caso, el avión atacante rebasó al bombardero y se empotró por delante, entrando a través de la acristalada proa del gran aeroplano.
La imagen de los pilotos lanzando sus aparatos voluntariamente a la destrucción provoca un temblor de reconocimiento: la forma en que el avión embiste su objetivo y penetra en él disolviéndose en una nube roja, el pavor de los hombres que ven crecer inexorablemente el bólido de metal hasta que les alcanza, el estrépito, la caída.
Ante los rostros de los aviadores del grupo Elba, uno siente la misma necesidad de explicación que al observar las fotos de los kamikaze japoneses o árabes. ¿Cómo pudieron hacerlo? ¿Qué pensaban en el último momento? ¿Qué insana alquimia transforma el valor -del que lo tiene- en impulso suicida? La escuadrilla Elba y sus hombres 'autosacrificables' son parte de un viejo enigma y de un nuevo miedo.
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