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Tribuna:EL CONFLICTO NO ES ENTRE EL NORTE Y EL SUR
Tribuna
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El error del terror

Tras tener que irme de España en 1962, debido a mi participación en la lucha antifranquista, y tras vivir unos años en el exilio en Suecia y en la Gran Bretaña, la Johns Hopkins University de Estados Unidos me invitó en 1965 a incorporarme a su cuerpo docente, viviendo en aquella sociedad durante todos estos años, hasta hace tres, cuando me he ido reintegrando a la vida académica española de nuevo. Me siento, por lo tanto, también parte de aquella realidad, a la que creo conocer bien. El fin de semana anterior al 11 de septiembre estaba yo precisamente con mi hijo en Nueva York, donde él vive, volviendo el lunes a España. El martes, al enterarme de lo que había sucedido, intenté, sin éxito, hablar por teléfono con mi hijo o su compañera, pasando unas horas angustiosas hasta que por fin, por la noche, pude hablar con él. Estaba precisamente de médico de guardia en uno de los hospitales de Nueva York especializados en accidentes y quemaduras cuando el derrumbe de las torres del World Trade Center. Estaba en medio de una vorágine. Me dijo que estaban atendiendo a bomberos y policías, pero no a personas que estuvieran en las torres. No había heridos, con lo cual existía la posibilidad de que más de 20.000 personas que trabajaban regularmente en aquellas torres hubieran muerto. Murieron menos, pero nunca antes había ocurrido un hecho semejante en Estados Unidos. Al día siguiente pude hablar con su compañera, que trabaja como maestra en una escuela cerca de las torres. Me contó que los niños en su escuela vieron el derrumbe de las torres, en donde algunos de sus padres trabajaban. Por la noche, varios padres no vinieron a recoger a sus hijos. Habían muerto junto con miles y miles de padres, madres, hermanos, primos y amigos en aquel acto horroroso de terrorismo que merece la condenación de cualquier persona que respete la vida humana. Y que está dando pie a una justa indignación. ¿Por qué pasó? Una explicación bastante generalizada de lo ocurrido interpreta aquellos actos como una protesta extrema y naturalmente condenable procedente de los países pobres frente a la explotación y abusos perpetrados por los países ricos, y muy en especial por EE UU. Esta interpretación de nuestras realidades ve el mundo dividido en países del Sur (pobres) versus países del Norte (ricos), hegemonizados éstos por EE UU, país de 250 millones de 'imperialistas' que se benefician de la explotación de los países pobres. Se asume así que las personas que murieron en las torres (en cuyos espacios, por cierto, la gran mayoría de trabajadores y empleados no trabajaban, en contra de lo que se ha informado, en actividades financieras internacionales) eran también responsables de las políticas del Gobierno federal estadounidense que están contribuyendo a reproducir la pobreza en el mundo (donde un niño muere de hambre cada dos segundos como promedio) y están oprimiendo al pueblo palestino (como resultado del apoyo de tal Gobierno de EE UU a las intervenciones belicistas del Gobierno de Israel).

En esta visión del mundo que lo divide en Sur y Norte se olvida, sin embargo, que cada país está dividido en clases sociales, así como en razas, regiones, géneros y otras categorías de poder que tienen intereses distintos e incluso contrapuestos que no quedan reflejados en las políticas de sus Gobiernos. De ahí que, en sentido estricto, cuando el Gobierno estadounidense toma una decisión, sea ésta doméstica o internacional, no debiera asumirse que es Estados Unidos -es decir, los 250 millones de personas que viven en el país- el que ha tomado tal decisión y es responsable por ella. Esta clarificación -que aplica a cualquier país- es especialmente importante en un país como Estados Unidos, donde casi la mitad de la población no participa en el proceso electoral debido a la falta de confianza de la población, y muy en particular de las clases populares, hacia sus instituciones representativas. Las políticas del Gobierno de Estados Unidos son una síntesis de influencias de una amplia gama de grupos económicos, financieros y de muchos otros intereses que compiten con la opinión popular en la configuración de las políticas gubernamentales. El resultado de esta competitividad es el factor más importante para entender las políticas internacionales del Gobierno federal de EE UU, erróneamente definido como EE UU. Me explicaré citando un ejemplo del pasado. Cuando llegué a EE UU en 1965, el hecho más importante en la vida estadounidense era la guerra de Vietnam. Para mí, como europeo, Vietnam era Indochina, y su guerra era una guerra de liberación de una colonia frente a Francia y después frente a EE UU. La mayoría del pueblo estadounidense, sin embargo, veía aquella guerra, en cambio, como la lucha por la libertad frente a unas fuerzas opresivas y dictatoriales. Pero la naturaleza real de aquel conflicto colonial fue apareciendo claramente al pueblo estadounidense como resultado de un debate interno, estimulado por las movilizaciones antiguerra de Vietnam (en las que participé), lideradas por estudiantes primero, trabajadores después (la mayoría de soldados que lucharon en Vietnam eran hijos de la clase trabajadora; la mayoría de los hijos de la burguesía, como el actual presidente Bush, no lucharon en Vietnam, utilizando sus redes de influencia para no ir a la guerra), y las minorías negras lideradas por Martin Luther King, que se opusieron a aquella guerra forzando un debate y por fin el final de aquella guerra, a pesar de la gran influencia de poderes militares e industriales sobre el Gobierno de EE UU. Y cuando por fin Vietnam ganó su liberación, los dirigentes vietnamitas indicaron que la lucha había ocurrido no sólo en las montañas de Vietnam, sino en las calles de EE UU, agradeciendo al sector amplio del pueblo estadounidense que participó en las movilizaciones antiguerra de Vietnam su ayuda y colaboración. Tales dirigentes eran plenamente conscientes de que la batalla para cambiar la opinión popular en EE UU era crítica para su propia causa. Es más, ellos nunca vieron al pueblo estadounidense como su adversario, sino a su Gobierno. Hoy, la mayoría de la ciudadanía de EE UU ve que la intervención estadounidense en Vietnam no sólo fue un error político, sino también moral, opinión que ha frenado, durante el periodo post-Vietnam, los afanes intervencionistas de los sectores belicistas de la sociedad y del Gobierno estadounidenses.

Desde los años ochenta, uno de los hechos internacionales de mayor importancia en EE UU ha sido el conflicto en el Oriente Próximo. Hasta principios de aquella década, la opinión popular era favorable a las políticas represivas del Estado de Israel hacia el pueblo palestino. En EE UU, la Segunda Guerra Mundial (la única guerra popular en la historia del siglo XX en EE UU) se vio comouna guerra antinazi y antifascista, despertándose una gran simpatía por las víctimas del Holocausto y por Israel. Con tiempo, sin embargo, la opinión popular hacia el conflicto del Oriente Próximo ha ido cambiando de manera tal que dos terceras partes de la población adulta favorecía (antes del 11 de septiembre) el establecimiento de un Estado palestino. Tal cambio ha sido estimulado en parte por el rechazo hacia las políticas extremistas del Gobierno de Israel, liderado ahora por el general Sharon, responsable de las fuerzas militares y paramilitares que mataron 17.500 civiles (libaneses y palestinos) en la infame operación Líbano, realizada con el beneplácito del general Haig, entonces secretario de Estado del Gobierno del presidente Reagan. El terrorismo de las torres de Nueva York ha mostrado una vez más la irracionalidad del terrorismo; con sus acciones han debilitado enormemente la causa del pueblo palestino, que verá enormemente dificultada su liberación, a no ser que cuente con la simpatía del pueblo estadounidense.

Por otra parte, una de las consecuencias peores de aquellos actos terroristas es su impacto en la política doméstica del país, acentuando su militarización con el notable aumento del gasto militar a costa del ya escaso gasto social (el 20% de la población de Nueva York no tiene ninguna cobertura sanitaria; en EE UU, más de 100.000 personas mueren al año por falta de cobertura médica), su reducción de las libertades individuales y su considerable reducción de su nivel de vida (el 60% de las familias ha visto reducir su capacidad adquisitiva desde 1970). El Gobierno Bush, que estaba perdiendo su popularidad rápidamente debido a su intento de aumentar todavía más el gasto militar a costa de reducir el gasto social, ha aumentado enormemente su popularidad, permitiéndole realizar lo que siempre deseó; es decir, transferir los fondos estatales del área social a la militar, con el apoyo generalizado de la población, debido a que estas políticas de austeridad social se presentan como necesarias para el esfuerzo bélico dirigido a derrotar al enemigo. Las mayores víctimas del terrorismo serán, pues, las propias clases populares de EE UU y los mayores beneficiarios serán los grandes grupos militares e industriales (incluyendo intereses petrolíferos) influyentes en el Gobierno del presidente Bush, que estimularán las tensiones internacionales que refuerzan, a su vez, a las derechas de la mayoría de países del Norte.

Por otra parte, los países del Sur tampoco son uniformes. En realidad, las raíces de la pobreza en el mundo hay que buscarlas en los propios países pobres, en sus estructuras sociales y políticas que condenan a aquellos países al subdesarrollo. El 11 de septiembre se condenaba otro acto terrorista, el golpe militar del general Pinochet que interrumpió el proceso democrático del presidente Allende, cuyo Gobierno tuve el privilegio de asesorar. A raíz de aquellos hechos es importante entender que no fue EE UU el que impuso Pinochet a Chile, sino la propia burguesía y oligarquía chilena y la mayoría de su Ejército, ayudados no por Estados Unidos (con sus 250 millones de habitantes), sino por el altamente impopular Gobierno Nixon, elegido por menos del 22% del electorado estadounidense. Estas puntualizaciones son necesarias puesto que la causa mayor de la pobreza en el mundo es precisamente la existencia en aquellos países de unas estructuras políticas, económicas y sociales que sostienen unas élites de poder que oprimen a sus pueblos, tal como ocurre en la gran mayoría de países árabes. De ahí que el problema de la pobreza no sea la falta de recursos (Afganistán, uno de los países con mayor porcentaje de la población hambrienta, tiene los recursos suficientes para alimentar una población cinco veces más grande a la existente hoy) ni de la mayor liberalización del comercio (la pobreza aumentó en México tras el Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá), sino a través de cambios profundos en las estructuras políticas, económicas y sociales de aquellos países y de cambios muy importantes en los países del Norte para que sus Gobiernos dejen de ayudar a los grupos y clases dominantes de los países del Sur, apoyando en su lugar a las fuerzas reformadoras que intentan cambiar aquellas estructuras. En Afganistán hubo, por fin, un Gobierno progresista que realizó en el breve periodo de tiempo de su mandato reformas de gran peso, incluyendo la entrada de la mujer en el sistema educativo. En lugar de apoyar estas fuerzas, el Gobierno de EE UU, junto con el de Pakistán y el de Arabia Saudí (dos Gobiernos corruptos y temerosos de sus propias clases populares), ayudaron a los muyahidin y a los extremistas de Osama Bin Laden, que interrumpieron aquella experiencia, imponiendo una dictadura religiosa -los talibán- enormemente opresora sobre el pueblo afganistán. Como reconoció en su día el ministro encargado del Oriente Próximo del Departamento de Estado durante la Administración del presidente Reagan, Richard Murphy, 'hemos creado un monstruo' que se desparramó por todos los países árabes financiados por muchos Gobiernos árabes, como Arabia Saudí, que, como ha escrito Tariq Alí, estimularon el fundamentalismo musulmán para evitar el surgimiento de otros movimientos populares que amenazaran sus privilegios. El fanatismo religioso de tal monstruo ha llevado a atacar a sus propios benefactores.

El conflicto hoy en el mundo no es, por lo tanto, entre el Sur y el Norte, sino entre las fuerzas conservadoras que se oponen al cambio profundo de nuestras sociedades tanto en el Norte como en el Sur (llegando a extremos de terror en el desarrollo de sus políticas) y las clases populares (incluyendo sus víctimas) del Norte y del Sur que exigen tales cambios. Fue precisamente en EE UU (Seattle) donde surgió un movimiento antineoliberal (erróneamente llamado antiglobalización) en el que sindicatos estadounidenses, junto con sindicatos latinoamericanos, africanos, asiáticos y europeos y movimientos sociales, se opusieron a un sistema internacional que no favorece a las clases populares de la mayoría de países del mundo.

Vicenç Navarro es catedrático del Programa de Políticas Públicas de la Universitat Pompeu Fabra-The Johns Hopkins University.

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