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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ayudar y atacar

George Bush ha planteado una estrategia que rompe con anteriores modelos: ayudar a los afganos, y a la vez, ir a por la red de Bin Laden y el régimen talibán. Ayudar y atacar. Es difícil saber operativamente en qué orden. Pero el primer bombardeo podría ser de víveres, medicinas y otras mercancías de primera necesidad para los afganos que huyen en masa de las ciudades, tratando de buscar refugio en los países vecinos, especialmente en Pakistán, aunque muchos no han logrado cruzar las fronteras.

Bush anunció ayer un paquete de 320 millones de dólares (unos 60.000 millones de pesetas) en concepto de ayuda humanitaria para 'facilitar a la gente inocente de Afganistán a pasar el invierno'. Una tercera parte se gastará de forma inmediata. Según la Casa Blanca, tras 22 años de guerra civil, tres de sequía y cinco de gobierno de los talibán, Afganistán está al borde de una gigantesca hambruna. Los fines que persigue la Administración de Bush con esta medida parecen claros: evitar un desastre humano y no enajenarse a la población afgana, o de otros Estados musulmanes, antes de que el cielo se les caiga encima. Es una orientación muy diferente a la seguida por su padre contra Irak en la guerra del Golfo.

De paso, Bush dejó públicamente definido el objetivo de la campaña militar en preparación, de la guerra que simplistamente describe como la del 'bien contra el mal': no sólo intentar capturar a Bin Laden, destruir sus bases de entrenamiento y perseguir a las células de su red Al Qaida -tarea transnacional que llevará años y que puede definir su presidencia-, sino acabar con el régimen de los talibán en Afganistán. De ahí la enorme concentración de poderío militar estadounidense en la zona, y también los esfuerzos -que no fueron posibles en Irak- por construir una alternativa política. Para ello fomenta una amplia coalición de grupos afganos, como la que quedó de manifiesto en Roma en la reunión de representantes de la Alianza del Norte y el depuesto rey Zahur, más símbolo que otra cosa dada su ancianidad. Esta alternativa no está exenta de problemas, pues despierta serios recelos entre los clanes de mayoría pashún en el sur y entre los militares de Pakistán. Aunque pocas lágrimas se verterán por el fin del régimen talibán, la ingenieria política es una actividad delicada que no siempre conduce a situaciones estables, y que puede rebotar en otras sociedades islámicas.

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La tragedia del 11 de septiembre ha vaciado las promesas electorales de Bush, pero le ha dado un sentido a su presidencia. Es la hora del multilateralismo, de la apelación a la ONU, que distribuirá la ayuda humanitaria a los afganos refugiados en los países vecinos, y del gasto público para salir de la crisis económica y ayudar a los millones de personas que en EE UU, casi de un día para otro, han perdido su empleo.

Bush y su equipo han sorprendido de momento con su cautela, su cuidado por no criminalizar a los musulmanes en Estados Unidos o en el resto del mundo y por evitar una imagen de enfrentamiento entre cristianismo e islam, como se ocupó de repetir ayer. Bush no se ha dejado arrastrar hasta ahora por una opinión pública que clama venganza y acción inmediata. Poco a poco se han ido imponiendo las tesis de ese general reconvertido en diplomático, Colin Powell, que cuando era militar recomendó no librar la guerra del Golfo, quizá porque sabe por experiencia el dolor que causa toda guerra. Bush, además, sabe que no puede equivocarse, pues de otro modo el mundo se volverá aún más inseguro.

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