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A PIE DE OBRA
Columna
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Bloc de notas

Marcos Ordóñez

- Léotard, Philippe. Como diría Handke, 'los irracionales se extinguen'. A principios de septiembre murió Philippe Léotard; hoy vuelvo a verle, revisando Sur de Fernando Solanas, y a escucharle, cantando Avec le temps con un tono neutro, sin inflexiones, como quien ve partir un tren en el que no montará jamás. Recuerdo que Joan Ollé me pasó Philippe Léotard chante Ferré y que intentó llevarle a Sitges, pero Léotard estaba, le dijeron, 'irrecuperable'. La primera vez que le vi en teatro fue en Nanterre, interpretando a Cal, el ingeniero borracho, perdido en una construcción africana, en Combat de nègre et de chiens, de Bernard-Marie Koltès, dirigido por Patrice Chéreau; un mano a mano impresionante con Michel Piccoli. (Piccoli, que me dicen que está extraordinario, como siempre, en Vete a casa, la última película de Manoel de Oliveira). En Combat, los movimientos del cuerpo de Léotard estaban a un paso de la desarticulación, con una ligereza extraña, casi anormal, y una intensidad, una fiebre, que parecía empujarle al límite de sus fuerzas. Así debió de vivir, imagino. Había tres irracionales en el teatro francés de la década de 1980; tres criaturas muy distintas (cuatro, si contamos a Richard Fontana) que actuaban, por así decirlo, entre borracheras: Léotard, Clevenot y Maurice Garrel, el viejo anarquista, el padre del cineasta. Garrel, cuentan, se volvió loco (o cuerdo del todo) en Le visitant, de Eric-Emmanuel Schmitt. Interpretaba a Freud y acabó -no es broma- en un manicomio, creyéndose Freud. Philippe Clevenot vivía encendido por el alcohol, y de cuando en cuando bajaba para ofrecer actuaciones en trance, como cuando encarnó, literalmente, a Louis Jouvet en Elvire Jouvet 40, como si el gran maestro hubiera entrado en él y le hubiera poseído. Actores infrecuentes, bisiestos, ingobernables; grandes mavericks de la escena, más allá de escuelas y de métodos.

Cantaba por placer, por gusto, con una voz rota por el alcohol, el tabaco y la coca. La coca le llevo a la cárcel en sus últimos años

Philippe Léotard tenía una pésima fama: por su ascendente familiar (su hermano era François Léotard, ministro de Defensa) y por sus continuados excesos. Le descubrió François Truffaut en Domicilio conyugal (hizo con él tres películas), y se dedicó a la interpretación porque, decía, le permitía 'descubrir aspectos misteriosos' de su naturaleza. En la pantalla era un hermano de sangre, sangre turbia, intoxicada, de otro gran imprevisible: Patrick Dewaere, que iba para superestrella y sucumbió a la autodestrucción. De Léotard recuerdo dos películas, dos interpretaciones memorables: el chivato acosado de La balance, por la que le dieron el César al mejor actor, y, como decía antes, Sur, de Solanas, en la que hacía una vez más de sí mismo: un francés tierno, loco y perdido, perdido en el Buenos Aires de la dictadura. Pasó varios años en Argentina, al otro lado del mundo, bebiendo 'profesionalmente', como él decía; a la vuelta, en Francia, comenzó a cantar. Dejó dos álbumes: uno de canciones propias, À l'amour comme à la guerre, y otro, el de versiones de Ferré. Cantaba por placer, por gusto, con una voz rota por el alcohol, el tabaco y la coca. La coca le llevó a la cárcel en sus últimos años: cumplió varias condenas por tráfico. Una insuficiencia respiratoria, a la salida de la prisión, acabó con él. Cuesta de creer, por las fotos, en las que sigue exhibiendo su sonrisa de niño travieso, sus ojos pequeños y entrecerrados, que hubiera cumplido 60 años.

- 'Traditore'. Hay algo que sigo sin entender de Translations, la función de Brian Friel, con la que el Abbey Theater nos ha visitado en el Nacional. Su tema es el lenguaje; 'la muerte de la lengua irlandesa a manos de los británicos', dice su autor. Irónicamente, la obra acaba siendo la crónica de una doble derrota: la de su ficción y la del texto mismo. Translations sucede en el condado de Donegal hacia 1830. Los irlandeses de una escuela rural no se entienden con los redcoats, los soldados británicos, porque hablan idiomas distintos: ese es el eje de la obra. Lo curioso, lo verdaderamente curioso, es que eso nos lo dice Friel... en inglés. Es decir, que ambos grupos hablan en inglés (con mayor o menor acento) y hacen ver que no se entienden. Como si la obra estuviera ambientada en la Cataluña profunda del siglo XIX y los soldados del rey hablaran en castellano y los catalanes también en castellano, pero con acento catalán. De acuerdo; puede ser una convención teatral, pero suena a convención de comedia, como la luz encendida durante el apagón de Black comedy. ¿Por qué haría esto Brian Friel? Según mis informaciones (y de acuerdo con la Constitución irlandesa), el irlandés es el primer idioma oficial, y el inglés el segundo. 'El idioma irlandés, muy similar al gaélico escocés', nos dice la Enciclopedia Británica, 'se habló ampliamente en el país hasta 1840. Su uso declinó hasta 1922, cuando volvió a enseñarse en las escuelas. Actualmente, aunque concentrado en determinadas áreas del país, se lee, se habla y se entiende mucho más que en ninguna otra época del siglo XX'.

Brian Friel estrenó Translations en 1981. ¿Qué le impidió, pues, escribirla en irlandés y en inglés, si ese era su tema, el conflicto entre ambos idiomas? ¿Miedo a que no le entendieran en el Reino Unido o en Norteamérica? Muy posiblemente. Allá cada uno, pero eso pesa en la recepción de la obra.

He leído en algún lado que Translations llegaba a España por vez primera. No es cierto: Pere Planella la estrenó en el País Vasco en 1987, con el grupo Tantaka, los del Florido pensil, y con el título de Agur, Eire, agur. En dos versiones: en castellano la primera, y en euskera (los irlandeses) y en castellano (los soldados) la segunda, que es lo lógico.

Translations pasa por ser la obra maestra de Friel: yo me quedo, de lejos, con Dancing at Lughnasa, que el Lliure (de nuevo en manos de Planella) estrenó como Dança d'agost; muy superior, para mi gusto, en conflicto dramático y en fuerza emocional.

Bien está que el Nacional nos haya traído al Abbey Theater con Translations (texto sólido, interpretaciones modélicas, suave sopor), aunque, puestos a pedir, quizá la jugada maestra, el toque de riesgo, hubiera sido traer -vía coproducción- las Comedias bárbaras, de Valle-Inclán, que Calixto Bieito montó con esta compañía para el Festival de Edimburgo, y que se llevó en Dublín todos los premios del año.

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