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Columna
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El amigo americano

Mi padre solía decirme que los norteamericanos pueden parecer superficiales y a veces hasta infantiles, pero que, cuando ven peligrar su libertad, sale su auténtico espíritu republicano. Creo que, de vivir hoy, habría estado en desacuerdo con quienes les atribuyen intenciones meramente vengativas. Mi padre, a diferencia de otos jóvenes de su generación, no se desilusionó de los norteamericanos, quizás porque nunca los vio como salvadores.

Mi tío José Mari, por el contrario, sí se desengañó, y mucho. A los 19 años se había alistado voluntario en los gudaris. Cuando el ejército vasco se rindió a los italianos en Santoña, mi tío consiguió escapar a Francia y de ahí puso rumbo a Centroamérica. Una vez allí, la vida no era fácil para un exiliado, pero un día los amigos que frecuentaba le ofrecieron un trabajo. Consistía en recoger información sobre las redes que apoyaban a los nazis y al régimen franquista.

'Cuando los liberticidas atacan la libertad de los otros, tenemos la tentación de mirar hacia otro lado'

El sueldo no era alto, pero le permitía sobrevivir y seguir sirviendo a la 'causa vasca'. Una carta del lehendakari Aguirre que le mostraron con gran sigilo lo expresaba claramente: 'Sirviendo a la causa de la libertad estamos sirviendo a la causa de nuestra patria'.

Aprendió como pudo el oficio de espía. Años después me contó con cierta sorna cómo llegó a microfilmar documentos apoyándose en el respaldo de una silla en el cuartucho de la pensión que ocupaba. Pero lo que más le costaba era leer con una pequeña lupa las instrucciones que recibía en microfilm. Y al decírmelo, se restregaba el ojo derecho, porque aún le dolía al recordarlo. Su contacto no era otro vasco, sino un falso viajante de comercio de nombre italiano, que le daba las órdenes y le pagaba su escueto salario. En el círculo de vascos aprendices de espías se decía que aquel hombre era un agente americano del recién creado Servicio Especial de Inteligencia, procedente del FBI (y que años más tarde daría lugar a la CIA).

Hablaban de ello entre dientes, con sobreentendidos, un poco como siguen haciéndolo los chiquiteros de hoy en día. No decían el SIS o el FBI, sino 'los Servicios'. Porque así era como entre los entendidos se conocía a la Inteligencia del Gobierno vasco durante la guerra. Y al mencionarlos de este modo parecía como si unos y otros servicios fueran el mismo, como si el Gobierno vasco en el exilio y el de los Estados Unidos fuesen dos gobiernos aliados en la misma causa.

Incluso antes de terminar la guerra mundial el falso italiano estaba cada vez menos interesado en los nazis y cada vez más en los comunistas. Esto no lo comprendía del todo mi tío, para quien Hitler y Franco seguían siendo el enemigo y los comunistas, aliados, aunque él no compartiese sus ideas. Por otra parte, difícilmente podía ganarse la confianza de los rojos quien no había dejado de ir a misa y había exhibido sus ideas nacionalistas. Así que sus posibilidades laborales como espía fueron menguando, y con ellas, el dinero que recibía. Tuvo que dedicar cada vez más tiempo a ganarse la vida y, por suerte para él, conoció a una buena chica (vasca, por supuesto), con la que se casó y tuvieron un niño, que es mi primo Ramón.

Entre tanto, el pueblo norteamericano y sus dirigentes ya no veían su libertad amenazada por el nazismo, sino por el comunismo de Stalin. Así que empezaron a considerar a los dictadores de todo el mundo como dictadores-pero de los nuestros. Los exiliados vascos que ya eran anticomunistas se hicieron aún más anticomunistas, y los que no lo eran, como mi tío, se sintieron utilizados y luego abandonados.

Mi tío no dejó de ser nacionalista, pero guardó un profundo resentimiento hacia Norteamérica. Cuando más tarde volvió a España, puso sus sentimientos públicos en el fútbol y los privados en su hijo. Éste heredó el resentimiento hacia el olvidadizo amigo americano y cuando tuvo veinte años entró en ETA para seguir los pasos del Che, que había llamado a crear no uno, sino cien vietnams.

Recuerdo mucho en estos días una discusión que tuvieron mi padre y mi tío, desolado por el abrazo de Eisenhower a Franco. Mi padre, todavía republicano pero ya lúcidamente escéptico, le decía: 'Los americanos luchaban por la libertad, pero era por la suya, igual que vosotros luchabais por la vuestra'.

Ninguno de nosotros está libre de recibir el mismo reproche. Cuando los liberticidas atacan la libertad de los otros, todos sufrimos la tentación utilitaria de mirar hacia otro lado. Hasta que nos aprieta de verdad el zapato.

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