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Reportaje:

Un plátano en siete rodajas

El cineasta visita Barcelona con su mujer y sus dos hijos

Fue capaz de subir a un avión y surcar los cielos militarizados, pero ha pedido que le cambien la suite que ocupa en el barcelonés hotel Ars, junto al mar, porque no le gustan las alturas. Mientras espero a que me reciba, en el vestíbulo, salen Soon-Yi, los dos hijos adoptivos de la pareja y sus respectivas niñeras. Van a pasear al parque Güell, explicará Woody Allen más tarde. La primera vez que el director vino a Barcelona, recién salido del avión, corrió a admirar las obras de Gaudí, 'con cuyas imágenes sobrecogedoras crecí'.

Su gira europea ('Sin Europa yo estaría muerto', suele decir, refiriéndose al éxito entre nosotros de sus películas, por encima de la acogida que reciben en Estados Unidos) le ha hecho visitar también Roma, París y Londres.

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Al natural es exactamente igual que en sus películas, pero menos bullicioso. Resulta muy atento y considerado, e inflexible con el tiempo: veinte minutos en una habitación del piso 27 (Woody sentado lejos de la ventana, por si acaso) y la exigencia de no hablar de la tragedia de Nueva York, porque se referirá ampliamente a ella durante la rueda de prensa que seguirá. De todas formas, me permite colar alguna pregunta sobre su Manhattan, al final.

Comprueba, con placer, que a la entrevistadora también le gustan esos 'pequeños films noirs que abundaban en mi juventud, en los que un hombre y una mujer se odiaban a rabiar pero tú sabías que acabarían casándose, aunque ignorabas cómo se las apañaría el director para solucionar aquel enredo'.

Es un caso modélico de entrevistado inteligente. No importa la sandez que se le pregunte (y vive el cielo que la sandez abunda en las ruedas de prensa), el señor Allen responderá con sabiduría. Así ocurre cuando alguien le dice que trabaja en un espacio radiofónico de humor y le pide ordinariamente consejo 'para vivir siempre de esto'. Woody Allen, apacible y amablemente, contesta:

'El único consejo que puedo dar a quien quiera dedicarse al humor es que se trata de algo con lo que se nace. No puede adquirirse. Quien quiera dedicarse tiene que preguntarse si ha nacido o no con el don. Reconocerlo pronto puede ahorrarle un montón de dolor'. El inquieto inquisidor, ajeno a la sutil tomadura de pelo, insiste, y Allen añade: 'Por otra parte, hay que asumir que el público tiene la misma inteligencia que uno, o posiblemente más, y eso te ayudará a mantener el nivel, en lugar de sucumbir a lo más bajo, de caer en el toilet humour tipo Hollywood, en donde hay un elevadísimo nivel de producción pero nada más, porque se usan fórmulas y un humor muy burdo'.

Si le preguntan si es supersticioso, un interrogante francamente prescindible, improvisa sobre la marcha: 'No, en absoluto. La única superstición que tengo es cortar el plátano de mi desayuno, cada mañana, en siete rodajas'. ¿Por qué siete?, le preguntarán. Impertérrito, replica: 'Porque lo hice una vez hace muchos años y no me ocurrió nada malo'.

También están las preguntas de las feministas feroces: '¿No es cierto que usted no soporta que las mujeres cambien?', le acusan. Santa paciencia: 'No me gustan los cambios porque en general no significan otra cosa que envejecer, deteriorarse y morir. Ése es su natural desarrollo. Nadie ama realmente los cambios, salvo quienes viven en condiciones sociales ínfimas. Muy a menudo, el arte es un intento de robar ese tiempo detenido, de crear algo que permanezca'.

Acerca de su última película (que no es La maldición del escorpión de jade, sino Hollywood endings, recién terminada y todavía por estrenar, con George Hamilton y Treat Williams), desmiente categóricamente que sea una segunda parte de Stardust Memories. 'Es sobre una idea muy buena que tuve en casa, acerca de un director que hace una película en Nueva York. Por una vez, y soy la persona más crítica que hay con mi trabajo, nunca estoy satisfecho; por una vez, digo, ni yo mismo he sido capaz de estropear esa idea. No es que sea una gran película, pero está entre las más divertidas que he hecho'.

La metódica jornada se divide en entrevistas individuales, la rueda de prensa, la sesión para los fotógrafos. Con pantalón beis y camisa azul claro, el cabello rojizo y las gafas de concha negra, su humilde sonrisa y una encantadora sencillez, Woody Allen atiende a todos aunque quizá piensa que, en el fondo, todas estas cosas no sirven para nada. Pero, qué demonios: hay gente que se interesa por su cine y él no la puede defraudar.

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