La euforia del adiós
Más de uno creyó durante la noche del viernes que la triple mano que amenaza Llagostera es inhumanamente alargada: parecía que Fecsa-Endesa, la fuerza pública y los picapleitos de la Generalitat también habían comprado la lluvia para impedir que el razonable afán lúdico del pueblo pudiera manifestarse, pero no se tuvo en cuenta la capacidad de improvisación que confiere la rabia contenida y el orgullo de la razón. Pocos metros más allá de donde el conseller Pomés, con precisión médica, ha decidido alzar una frontera antinatural, pocos metros más allá de donde los mossos d'esquadra han implantado su ley para proteger las maniobras de los operarios que trabajan en el tendido eléctrico, en pleno polígono industrial, un carpintero cedió su nave de trabajo para que el pueblo se reuniera, cenara y pudiera dar rienda suelta a su indignación.
Stefan Zweig lo dejó escrito: 'Desde que la autoridad de un dictador sufre las primeras sacudidas hasta que se produce su caída definitiva queda un largo y difícil camino por recorrer'
Por la tarde había estado en Barcelona, y mientras regresaba en tren hasta la estación de Caldes de Malavella, mientras intentaba leer un libro recién aparecido de Stefan Zweig, Castellio contra Calvino, me preguntaba si los jóvenes con uniforme okupa que viajaban en el mismo vagón llevarían un destino parecido al mío. No me sorprendí cuando, en el andén de Caldes, me preguntaron la forma de llegar a Llagostera. No traían ninguna tienda, pero me contaron que se dirigían a la acampada por la dignidad contra la línea de transporte de 110.000 kilowatios que ha impuesto autoritariamente la Generalitat. Mientras se acomodaban en el coche, uno se dedicó a formular juegos de palabras, y hablaba de la genheralitat. Confundían las sentencias del Tribunal Superior de Justicia con las decisiones unilaterales del Gobierno catalán, pero lo importante era que no aceptaban el estilo chulesco con que el Gobierno pretende imponerse más allá de las legalidades pertinentes. Defendían el derecho a una opinión personal frente a los violentos monomaniacos y a su verdad única. El okupa aficionado al juego de palabras también se reveló como un sutil observador social: los despropósitos en torno a la línea de alta tensión provenían de una actitud propia de los aprendices de pijo que medran en los escalafones secundarios de las conselleries implicadas en el caso. Arreciaba la lluvia cuando los dejé en el polígono industrial, en las afueras del pueblo, ante la mirada aburrida de los dispositivos policiales. La carpa que se había instalado para la ocasión estaba vacía, pero el bullicio que llegaba desde la izquierda dejaba constancia de que ninguna adversidad climática impediría la manifestación festiva: como la última viñeta que culmina el triunfo de Astérix ante la locura de los romanos, el pueblo de Llagostera celebraba su festín. Ni el bardo estaba amordazado, sino que se le permitía que pinchara discos: mientras la carne a la brasa y las pociones mágicas corrían copiosamente, la canción estrella hablaba de algo que se debe tumbar. Hasta mis amigos okupas coreaban a Lluís Llach y L'estaca, como un acto civilizado de sabotaje. Luego vino la música techno, pero ni el estruendo pudo apagar las especulaciones alrededor de los motivos económicos ocultos, las corrupciones y corruptelas que informan el ritmo de las carpetas y los documentos que circulan de despacho en despacho y que dirigen el ritmo cotidiano de la vida del país: al menos ésa era la opinión de un empresario de Cassà de la Selva. También meditaba sobre la sorprendente revelación que tuvo el alcalde de su pueblo y que, de pronto, permitió el paso del tendido eléctrico por su territorio.
Después de cenar, y al ritmo de la música de Glenn Miller, los comensales se encaminaron hacia donde los mossos acordonan la tierra vetada. 'Si ens destrueixen les contrades, nosaltres alçarem les barricades', gritaban los militantes de la CGT, el único sindicato que hizo acto de presencia. Era otra manifestación de la épica popular. También lo era, a su manera, la obsesión de un hombre calvo para averiguar por qué la bragueta del uniforme del ejército catalán se abrochaba en sentido contrario a lo habitual en los civiles. Un barbero, con cara sibilina, invitaba a los policías para que a la mañana siguiente acudieran a afeitarse en su local. El alcalde Postigo y unos cuantos miembros de la comisión de fiestas pusieron un cierto orden a la ira contenida, y se diría que protegieron a los mossos. Alguien pidió la presencia del otro héroe del conflicto, la dignidad y las maneras de general del cabo Linde, de la Policía Municipal. No hay nada que tenga un efecto más convincente sobre un pueblo que el valor personal de sus dirigentes.
Ya de madrugada, desde lo alto de la plaza del Ayuntamiento, mientras paseaba a mi perro y observaba las luces que quebraban la tranquilidad del macizo de Les Gavarres y que permiten a la brigadas trabajar alevosamente, recordé una de las frases leídas en el libro de Stefan Zweig. No puede ser casual que lleve por subtítulo un elocuente Conciencia contra violencia: 'Generalmente desde que la autoridad de un dictador sufre las primeras sacudidas hasta que se produce su caída definitiva queda un largo y difícil camino por recorrer'. En eso estamos, ciertamente. La opinión del pueblo era unánime, y más de uno ya lo celebraba con euforia: adiós, senyor Pujol, y no se retire a Llagostera.
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