Penn
Acaba de terminar una novela y se siente vacío. También la casa está vacía. Y cerrada. La tía ha muerto y de los padres no hay más que fotografías. El escritor no encuentra la forma de su cuerpo en la cama que le perteneció cuando era pequeño. De una historia de suspense surge Penn, un personaje tópico que habla con las palabras de un mal traductor. Los personajes se pasean por la cabeza del novelista. Mañana, por fin, sucederá algo.
Nuestras conversaciones se hacían de silencio. Hablábamos un montón
Duermo solo, en una de las habitaciones de abajo, en la cama que me perteneció cuando era pequeño. Ahora soy otro y la cama ya no pertenece a nadie. Supongo que se acuesta alguien que cabe en ella y no encuentro la forma de mi cuerpo en el colchón. Es sábado por la mañana, dieciocho de agosto, acabé una novela hace quince días y no tengo nada que hacer. Me siento tan vacío en el intermedio entre dos libros. Fui al quiosco de la playa a comprar relatos policiales. En la ventana abierta las pitas brillan al sol. La casa de mi tía, que murió hace poco, está cerrada. El año pasado interrumpía mi trabajo a las siete y bajaba a la calle para ir a visitarla. Allí estaba ella sentada en una silla fumando. Nunca cerraba la puerta y se oían las olas con el cambio del viento. Caminaba a pasitos cortos y era raro que sonriese. No nos hacía falta decir muchas cosas para decir muchas cosas. Nuestras conversaciones se hacían sobre todo de silencio. Por tanto, hablábamos un montón.
Donde estoy no se oyen las olas: se oye el rumor de muebles viejos de los pinos. El del garaje se curva sobre nosotros. Debe de ser muy antiguo. Creo que ningún otro árbol me ha dado esa impresión de estar sufriendo. Las pitas siguen brillando al sol. En la rama de una de ellas ha brotado una flor roja. En esta casa vieja están mis hermanos, mis hijas, mis sobrinos. Uno de los boliches de la cama, torcido, parece a punto de despegarse. Abro el primero de los relatos policiales, al azar: 'las manos de Penn se aferraron al volante'. ¿La traducción será así de mediocre o las manos de Penn se aferraron efectivamente al volante? 'Mientras conducía hacia el sur, hacia Stonebridge, Penn se dio cuenta de que no sabía qué sentía ni cómo tenía que comportarse'. La flor roja oscila un poco y ahora se me figuran realmente las olas en un eco distante. Puede ser mi sangre. Pueden ser pasos. Pueden ser las paredes que se dilatan en el sentido de la luz o un perro husmeando sobras en el baldío. Perros amarillos, flacos, con el hocico preocupado, midiendo olores, desistiendo. Si me acerco se escapan de lado, vigilándome. Una última mirada de soslayo por encima del hombro y se acabó: adiós, perros. En la portada de uno de los relatos policiales un hombre con gabardina y sombrero apunta el revólver a una mujer con la boca abierta. Por encima, en letras amarillas, 'Maestros del suspense'. La flor roja no para de oscilar. La pluma de la estilográfica, al dibujar las letras, arrastra un pelo consigo. 'No hagas discursos, Penn. Nos conocemos demasiado bien el uno al otro': soplo el pelo en dirección al tal Penn. ¿Serán suyos la gabardina, el sombrero? Nunca he conocido demasiado bien a nadie. La mujer con la boca abierta debe de ser la hermana de Laura: 'Laura miró a su hermana cuya figura delgada se sentaba erguida, con su cabeza de pelo castaño adornada con pequeños pendientes de plata'. Estoy seguro de que no voy a ser capaz de leer a los maestros del suspense. Uno de mis hermanos pasó delante de la ventana, sin verme. Una camisa azul, gafas oscuras. Nunca he usado gafas oscuras. La flor roja, quieta, apunta al cielo. Por detrás de ella una antena de televisión muy alta: 'Penn asintió y tragó saliva con esfuerzo'. Un par de nubes pequeñas. Golondrinas. Vuelvo a mirar y nada. Intento tragar saliva con esfuerzo. Si tuviese una gabardina aquí, la usaría con el cuello levantado.
Sábado dieciocho de agosto: 'Eso es mentira y tú lo sabes muy bien -dijo Penn.
-¿Y también es mentira que usted le dijo que quería verse libre del marido? -preguntó Mac.
-Fue la señora Ostrander quien lo dijo, no yo -respondió Penn, sintiendo de repente que se le aflojaban las rodillas'. La casa de mi tía, con cortinas, no me deja verla fumando en la silla de lona. Junto a la puerta, acuclillados en un escalón, dos extranjeros rubios sacan cremas bronceadoras de una mochila. Si yo pudiese correr la cortina, entrar. En la otra acera una carnicería, después un pequeño café, un niño que baja por la calle en patinete. La cama de cuando yo era pequeño. Las pitas que brillan al sol. Me levanto de la mesa donde escribo, me acerco a los desconchados del yeso, a las manchas de humedad. Antes nuestros padres estaban aquí con nosotros. Hay una fotografía donde estamos todos en los escalones, madre, padre, nosotros seis. No sólo desconchados del yeso, pedazos enteros de revoque al desnudo, la tarima a la que le faltan tablas. Esta noche la flor de la pita ardiente en la oscuridad y la antena de la televisión comida por las tinieblas. Una de las almohadas de la cama no tiene funda. 'Penn apretó las palmas de las manos contra la pared fría de la celda. Sabía que Ginnie había salido de la comisaría, pero ésa era la única circunstancia externa de la que tenía conciencia'. Madre, padre, yo, Madre, padre, yo. Aprieto las palmas de las manos contra la pared fría de la celda y el olor del mar llega y me refresca la cara. ¿Cómo podrían ser lágrimas? Es el olor del mar el que llega y me refresca la cara. 'Una risa larga, loca -o tal vez fuese una sonrisa- vino de Ginnie, detrás de él'. Si me vuelvo deprisa la encuentro: 'Penn miró a Ginnie: aún no habían acabado el uno con el otro'. Dejo a los maestros del suspense, salgo: estoy seguro de que la flor roja se ha quedado allí esperándome. Algo me dice que aún no hemos acabado el uno con el otro: 'La miró durante horas hasta que comenzó a marearse, hasta que comenzó a dejar de sentir frío, sólo un poco de sueño'. Mañana encontraré la forma de mi cuerpo en el colchón.Duermo solo, en una de las habitaciones de abajo, en la cama que me perteneció cuando era pequeño. Ahora soy otro y la cama ya no pertenece a nadie. Supongo que se acuesta alguien que cabe en ella y no encuentro la forma de mi cuerpo en el colchón. Es sábado por la mañana, dieciocho de agosto, acabé una novela hace quince días y no tengo nada que hacer. Me siento tan vacío en el intermedio entre dos libros. Fui al quiosco de la playa a comprar relatos policiales. En la ventana abierta las pitas brillan al sol. La casa de mi tía, que murió hace poco, está cerrada. El año pasado interrumpía mi trabajo a las siete y bajaba a la calle para ir a visitarla. Allí estaba ella sentada en una silla fumando. Nunca cerraba la puerta y se oían las olas con el cambio del viento. Caminaba a pasitos cortos y era raro que sonriese. No nos hacía falta decir muchas cosas para decir muchas cosas. Nuestras conversaciones se hacían sobre todo de silencio. Por tanto, hablábamos un montón.
Donde estoy no se oyen las olas: se oye el rumor de muebles viejos de los pinos. El del garaje se curva sobre nosotros. Debe de ser muy antiguo. Creo que ningún otro árbol me ha dado esa impresión de estar sufriendo. Las pitas siguen brillando al sol. En la rama de una de ellas ha brotado una flor roja. En esta casa vieja están mis hermanos, mis hijas, mis sobrinos. Uno de los boliches de la cama, torcido, parece a punto de despegarse. Abro el primero de los relatos policiales, al azar: 'las manos de Penn se aferraron al volante'. ¿La traducción será así de mediocre o las manos de Penn se aferraron efectivamente al volante? 'Mientras conducía hacia el sur, hacia Stonebridge, Penn se dio cuenta de que no sabía qué sentía ni cómo tenía que comportarse'. La flor roja oscila un poco y ahora se me figuran realmente las olas en un eco distante. Puede ser mi sangre. Pueden ser pasos. Pueden ser las paredes que se dilatan en el sentido de la luz o un perro husmeando sobras en el baldío. Perros amarillos, flacos, con el hocico preocupado, midiendo olores, desistiendo. Si me acerco se escapan de lado, vigilándome. Una última mirada de soslayo por encima del hombro y se acabó: adiós, perros. En la portada de uno de los relatos policiales un hombre con gabardina y sombrero apunta el revólver a una mujer con la boca abierta. Por encima, en letras amarillas, 'Maestros del suspense'. La flor roja no para de oscilar. La pluma de la estilográfica, al dibujar las letras, arrastra un pelo consigo. 'No hagas discursos, Penn. Nos conocemos demasiado bien el uno al otro': soplo el pelo en dirección al tal Penn. ¿Serán suyos la gabardina, el sombrero? Nunca he conocido demasiado bien a nadie. La mujer con la boca abierta debe de ser la hermana de Laura: 'Laura miró a su hermana cuya figura delgada se sentaba erguida, con su cabeza de pelo castaño adornada con pequeños pendientes de plata'. Estoy seguro de que no voy a ser capaz de leer a los maestros del suspense. Uno de mis hermanos pasó delante de la ventana, sin verme. Una camisa azul, gafas oscuras. Nunca he usado gafas oscuras. La flor roja, quieta, apunta al cielo. Por detrás de ella una antena de televisión muy alta: 'Penn asintió y tragó saliva con esfuerzo'. Un par de nubes pequeñas. Golondrinas. Vuelvo a mirar y nada. Intento tragar saliva con esfuerzo. Si tuviese una gabardina aquí, la usaría con el cuello levantado.
Sábado dieciocho de agosto: 'Eso es mentira y tú lo sabes muy bien -dijo Penn.
-¿Y también es mentira que usted le dijo que quería verse libre del marido? -preguntó Mac.
-Fue la señora Ostrander quien lo dijo, no yo -respondió Penn, sintiendo de repente que se le aflojaban las rodillas'. La casa de mi tía, con cortinas, no me deja verla fumando en la silla de lona. Junto a la puerta, acuclillados en un escalón, dos extranjeros rubios sacan cremas bronceadoras de una mochila. Si yo pudiese correr la cortina, entrar. En la otra acera una carnicería, después un pequeño café, un niño que baja por la calle en patinete. La cama de cuando yo era pequeño. Las pitas que brillan al sol. Me levanto de la mesa donde escribo, me acerco a los desconchados del yeso, a las manchas de humedad. Antes nuestros padres estaban aquí con nosotros. Hay una fotografía donde estamos todos en los escalones, madre, padre, nosotros seis. No sólo desconchados del yeso, pedazos enteros de revoque al desnudo, la tarima a la que le faltan tablas. Esta noche la flor de la pita ardiente en la oscuridad y la antena de la televisión comida por las tinieblas. Una de las almohadas de la cama no tiene funda. 'Penn apretó las palmas de las manos contra la pared fría de la celda. Sabía que Ginnie había salido de la comisaría, pero ésa era la única circunstancia externa de la que tenía conciencia'. Madre, padre, yo, Madre, padre, yo. Aprieto las palmas de las manos contra la pared fría de la celda y el olor del mar llega y me refresca la cara. ¿Cómo podrían ser lágrimas? Es el olor del mar el que llega y me refresca la cara. 'Una risa larga, loca -o tal vez fuese una sonrisa- vino de Ginnie, detrás de él'. Si me vuelvo deprisa la encuentro: 'Penn miró a Ginnie: aún no habían acabado el uno con el otro'. Dejo a los maestros del suspense, salgo: estoy seguro de que la flor roja se ha quedado allí esperándome. Algo me dice que aún no hemos acabado el uno con el otro: 'La miró durante horas hasta que comenzó a marearse, hasta que comenzó a dejar de sentir frío, sólo un poco de sueño'. Mañana encontraré la forma de mi cuerpo en el colchón.
Traducción de Mario Merlino.
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