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Columna
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El pañuelo sucio

Pasan los días, pero la tremenda explosion de las torres de Manhattan sigue brillando en las retinas. No es fácil sustraerse a la nueva atmósfera. Antes de la bárbara sorpresa del 11 de septiembre, la globalización era un concepto impreciso. Era visible en los supermercados, en la televisión, en la inmigración, en Internet. Pero su núcleo económico era todavía abstracto. A los profanos, durante estos años nos ha parecido que el dinero ha circulado tan libremente por el mundo que incluso se ha independizado de aquellos que lo poseen en grandes cantidades, convertido en una especie de ola gigantesca, con vida propia, con gran capacidad destructiva, que recorre diariamente el mundo, de Oriente a Occidente, sorbiendo la sangre de las economías más frágiles, hinchando las más opulentas y deshinchándolas, también, a placer, provocando euforias y sobresaltos al margen de cualquier lógica. No es que ahora sea más fácil entender los designios de este dinero convertido en divinidad obscena y caprichosa. Sucede que ahora ya no tenemos dudas sobre sus efectos: en algunas partes muy pobladas del planeta ha llegado a ser más insoportable que la muerte. Puede llegar a ser muy insoportable también para nosotros.

Antes del desastre de Manhattan, muchos sabíamos que nuestro bienestar implicaba el malestar de otros muchos. Y sin embargo, nada sabíamos o podíamos hacer para reequilibrar la balanza. Excepto declararnos ardientes defensores de principios piadosos. Una inmensa muralla mental separaba (resguardaba) nuestra vida amable de la vida horrible que sufren la gran mayoría de nuestros congéneres. De repente, mediante una fabulosa explosión, la miseria del mundo ha entrado por la ventana. En las ruinas de Manhattan, muchos americanos han descubierto que el horror del mundo no les es ajeno. Sabemos que la próxima puerta que el horror abrirá es la nuestra. Esto es también la globalización. El mundo convertido en un pañuelo. Un pañuelo sucio en el que se mezclan las verdes mucosidades del caprichoso y cruel dios del dinero y las excrecencias de una feroz divinidad que enciende su odio en un desierto arcaico.

Ante el espectáculo del horror de Manhattan y en estos días de tensa expectación, mientras esperamos que se produzcan nuevos desastres, nos asaltan sensaciones contradictorias. Desearíamos continuar (para qué negarlo) como estábamos: confortablemente establecidos en nuestra seguridad, en nuestro dispendioso sistema de vida, en nuestra cómoda y cara libertad; pero, de repente, el dolor de los pobres del mundo islámico nos apabulla. Los vemos en televisión: arracimados, masculinos, coléricos. Nos asustan, por una parte, puesto que vemos en cada una de sus caras a un potencial aviador suicida estrellándose en precisa maniobra contra el bloque de edificios en el que vivimos. Pero, por otra, su incansable irritación nos provoca inquietantes sensaciones de culpa. La muralla que nos separaba de ellos de repente se ha derrumbado. Cada día están ahí, en la ventana televisiva: barbudos, vociferantes, escupiendo su odio contra los americanos y, por extensión, contra nosostros. En vano intentamos buscar explicaciones culturales, religiosas, geopolíticas. En vano señalamos que su pobreza flota sobre lagos de petróleo. Los vemos en la televisión e inclinamos los ojos: somos como un niño frente a un escaparate cuyo cristal acaba de romper jugando al balón.

Nuestra tradición católica nos permite sortear con bastante facilidad el fastidioso engorro de la culpa. En tiempos no muy remotos uno se confesaba y quedaba perfectamente limpio. No es tan difícil, pues, arrepentirse de haber cerrado los ojos al infinito dolor de lo que llamamos Tercer Mundo. Incluso es excitante dejarse arrastrar por una vieja forma de masoquismo, muy católica también, que consiste en agradecer el castigo que nos llega por los pecaminosos excesos cometidos. Situados en este punto, ya no quedan obstáculos para desarrollar, una vez más, las mejores intenciones: arremeter contra los americanos por su tremendo egoísmo y conminarles a transformar el deseo de venganza en ayuda y piedad. Más sutil y menos sentimental, la lógica ilustrada reclama otro tipo de soluciones: una autoridad mundial, más oportunidades para el comercio y los negocios mundiales, estrategias políticas que favorezcan el equilibrio y una buena dosis de escepticismo volteriano. Son sueños de la razón que no producen monstruos, ciertamente, pero que, tal como está el patio, suenan en estos momentos como violines de Mozart en un estercolero.

En la historia reciente de Europa tenemos el ejemplo de cómo la humanidad avanza sólo después de haber retrocedido mucho. Para que no se repitiera la barbaridad de las diversas guerras mundiales que, desde Napoleón a Hitler, enfrentaron, en una primera y fatal trinchera, a Francia y Alemania, algunos políticos de ambos países, cargados de sentido común y de memoria, impulsaron, poco después de la II Guerra Mundial, la comunidad del carbón y del acero, embrión de la unión europea. Me temo que para llegar la necesidad de un pacto económico (avanzadilla de unas instituciones mundiales de carácter jurídico y político) entre los dos mundos, el rico y el pobre, el islámico y el cristiano, el oriental y el occidental, el norte y el sur, vamos a tener que esperar a que el conflicto que empezó en Manhattan desarrolle toda su capacidad de locura y destrucción. És difícil prever cuánta sangre, cuánto dolor, cuánta miseria va a producirse antes de que los ciudadanos del mundo podamos regalarnos el sentido común de un pacto económico, que es siempre previo al abrazo afectuoso, a la paz efectiva. Es curioso. A pesar de que la paz, los pactos y la generosidad son, inequívocamente, fuente de riqueza y bienestar, sólo llegamos a ellos mediante la tragedia. Sólo cuando el dolor es insoportable, descubrimos el amor. Maquiavelo, más cínico, más irónico, lo formula así: 'El príncipe debe mostrar que hace por generosidad aquello a que le obliga la necesidad'.

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