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Tribuna
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Ninguna guerra de civilizaciones

La guerra que se avecina -una guerra violenta y sangrienta- no será como ninguna de las anteriores. Aunque nadie puede todavía adivinar la forma que tendrá, debe recordarse una cosa: ésta no es una guerra en contra del Islam ni es una guerra en contra del mundo árabe. Será, sin embargo, una guerra en contra de fundamentalistas musulmanes que da la casualidad de que son árabes, si como todo indica y la evidencia que está surgiendo acerca de los perpetradores de los actos terroristas en Nueva York y en Washington son correctos.

Además, ésta no es una nueva guerra. En Oriente Próximo, el terrorismo ha existido como herramienta política durante mucho tiempo, y no ha sido usado sólo en contra de Israel o de Estados Unidos. Fueron agentes sirios los que asesinaron al presidente electo de Líbano, Beshir Gemayel, en 1982. Los terroristas kurdos han estado activos en Turquía durante décadas. Terroristas islámicos asesinaron al presidente Anwar Sadat en 1981 y más tarde intentaron asesinar al presidente Mubarak.

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Ésta no es una lucha en contra del imperialismo o la globalización occidentales. Tampoco es una respuesta al violento punto muerto que han alcanzado las negociaciones entre israelíes y palestinos: algunos de los actos terroristas realizados por Osama Bin Laden en contra de blancos estadounidenses a mediados de la década de 1990, debe recordarse, ocurrieron en el punto culminante de la luna de miel israelo-palestina que empezó después de los acuerdos de Oslo, en 1993.

En cambio, estamos siendo testigos de un fenómeno mucho más profundo, que es tanto cultural como político y económico. El Islam, como religión, puede ser tan tolerante como triunfalista, tal y como puede serlo su hermana religión mundial, el cristianismo. Pero hay una rama del Islam extremista que considera que la modernidad -todo el proyecto ilustrado- es su enemiga. Para esa rama, la democracia, la igualdad, el liberalismo político, la separación de Estado e Iglesia, la igualdad entre sexos, el secularismo, son todos quehaceres del diablo. Igual que los Anabaptistas de Münster, quienes se piensan agentes de Dios en un mundo corrompido por los pecados del materialismo y la falta de fe. Un mundo maniqueo así legitima el terrorismo como la voluntad de Dios. Para las personas como Bin Laden, pues parece ser que es su versión de fundamentalismo islámico la que está tras los actos de terror de Nueva York y Washington, incluso la monarquía saudita es maligna, porque ha permitido la presencia estadounidense en Oriente Próximo.

Durante años, algunas versiones de ese tipo de terrorismo han recibido apoyo tácito de algunos Estados árabes. Incluso algunos países europeos, por causas profundamente arraigadas en una maquiavélica razón de Estado, han cerrado los ojos en varias ocasiones en las que se han topado con el comportamiento terrorista. Siria, una fuente primaria de terrorismo patrocinado por el Estado, es ahora considerada como uno de los candidatos para ingresar en el Consejo de Seguridad. Pero así como sería imposible asumir una neutralidad moral en la guerra contra el nazismo y el fascismo, la coalición que los estadounidenses intentan ahora formar empezará a considerar como idea fundamental que, si la guerra contra el terrorismo ha de ser seria, ya no puede tolerarse la existencia de regímenes que lo apoyen.

Algunos terroristas, no cabe duda, están motivados por preocupaciones legítimas y sufren injusticias legítimas (como los kurdos y los palestinos). Pero los objetivos legítimos no legitiman el uso de medios terribles. El tipo de terrorismo que vimos en las décadas de 1970 y 1980 -el secuestro de aviones, el asesinato de los atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Múnich en 1972- ha mutado hasta convertirse en el terrorista suicida palestino inspirado en el Islam, y finalmente, en el paisaje de tipo Armagedón que ahora vemos en Nueva York y Washington.

La guerra que se avecina será difícil. La guerra contra Irak hace diez años y la guerra virtual sin bajas que la OTAN llevó a cabo en los cielos sobre Kosovo no nos ofrecen antecedentes. Sin duda, nos velaron los ojos por demasiado tiempo, haciéndonos pensar que la guerra contra el terrorismo era un asunto policial y que las investigaciones y las acusaciones legales eran el camino a seguir para luchar contra los terroristas fanáticos, impidiéndonos ver que se trata de una implacable y trabajosa lucha armada. Esos espejismos, después de mucho, llegaron brutalmente a su fin con las masacres de Nueva York y de Washington.

No existen estrategias claras para la forma en la que la guerra será emprendida. Sin embargo, se encontrarán estrategias. Lo que sería una tragedia es que esta lucha contra el terror se convirtiera en una guerra de civilizaciones, del Occidente contra el Islam, pues la facción terrorista del Islam es una perversión de dicha doctrina. Pero los colaboradores del terrorismo deberían ser vistos, y lo más probable es que lleguen a ser vistos, con la misma severidad con la que se mira a los terroristas mismos. Sólo así podrá ganarse esta guerra que éstos han emprendido contra el mundo de la Ilustración, que es el mundo moderno que se extiende a lo largo y ancho de todos los océanos y que abarca todas sus creencias.

Shlomo Avineri es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Hebrea de Jerusalén. © Project Syndicate, 2001.

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