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Reportaje:PANTALLA INTERNACIONAL

Sueños de terror en Manhattan

Las metáforas de películas como 'King Kong', 'Estado de sitio', 'Independence day' o 'El planeta de los simios' adquieren una nueva carga de violencia tras el 11 de septiembre

Desde los comienzos artesanales del cine sonoro hasta los espectáculos en serie de la era de la imagen digital, Hollywood ha convertido Nueva York y su isla de Manhattan en un territorio metafórico, asaltado por pesadillas de derrumbe, un lugar escénico herido por impactos de incontables batallas de laboratorio, la mayoría necias, triviales y olvidadas. Pero algunas de estas batallas, que fatalmente afloran a la memoria ahora, tienen un inquietante lado premonitorio, como el prodigio surreal de la imagen de King Kong, donde el gran mono se yergue sobre la cumbre de Manhattan. Y una esquina de la evidencia que contemplamos aturdidos la mañana del martes 11 adquiere un turbador sabor a algo soñado o recordado.

Casi ayer, en 1999, Anette Bening, Denzel Washington y Bruce Willis se esforzaron -tarea imposible a causa de la simplonería del filme en que se movían- en hacer creíble en Estado de sitio su lucha contra una oleada de atentados de terroristas islámicos en un Manhattan cercado por el Ejército y a merced de un general dispuesto a salvar a la patria americana a bombazos y a golpes de campos de concentración. Era aquello un disparate cinematográfico que, de pronto, el martes salió sin que nadie le convocara de su sepulcro en el olvido, se removió en la memoria y adquirió una molesta, casi engorrosa verosimilitud. Y no es ésta la única incursión de Hollywood en la literalidad de este sucio juego que ahora se hace premonitorio, pues en 1993 George Clooney protagonizó Pánico en las torres (y no hace falta añadir que se trata de las gemelas ahora convertidas en fosa común), un telefilme que aumentó la popularidad del divo entre los consumidores estadounidenses y no estadounidenses de derrumbes en Manhattan.

Pero, aunque no posean la literalidad de las anteriores, ahí quedan las pezuñas del lagarto Armaggeedon; y los varios impactos súbitos que, sin excepción, la toman con Manhattan en la pequeña y la gran pantalla, y se recrean en la visualidad de los desastres de laboratorio digital y en la (hoy trágica, sagrada) fotogenia de su demolición. Éstas y otras imágenes similares se agazapan tambien detrás las tres versiones de La guerra de los mundos, que, procedentes de la novela de H. G. Wells, hizo Hollywood. La primera fue dirigida en los años cincuenta por Byron Haskin; la segunda, ideada en clave de farsa, es un filme notable, hecho chapuceramente, pero con mucha gracia, por Tim Burton con el título de Marte ataca; y hay una tercera que, bajo la especie de Independence day, no merece más referencia que el recuerdo del horror estético en que envolvía las imagenes de conversión de Manhattan en un solar. Ciertamente, los marcianos de estas obras no tienen pinta de terroristas de esta tierra, pero en sus fechorías hay ese indefinible algo perturbador y premonitorio del infierno que estalló el martes en el Manhattan no soñado por Hollywood.

Hay un filme de 1995, la segunda parte de la trilogía La jungla de cristal, protagonizado por Bruce Willis, Samuel L. Jackson y Jeremy Irons, y dirigido por John McTiernan, que pasa por ser uno de los grandes thrillers modernos. El escenario de esta vigorosa película es un Manhattan acosado por golpes terroristas en varios flancos, uno de ellos al pie mismo de las torres abatidas. Hay energía en esta irónica aventura, o desventura, que hoy resultaría engorrosa de ver, pero cuya calidad fílmica está fuera de dudas. Más cercana aún a lo ocurrido es la película de la serie catastrófica de los años setenta titulada El coloso en llamas, dirigida por John Guillermin y protagonizada por Paul Newman, Steve McQueen y William Holden, que contiene un alegato explícito contra la construcción de rascacacielos y que -realizado en 1972, precisamente cuando se estaba terminando la primera torre del World Trade Center- es un filme no premonitorio, sino profético.

Pero Nueva York ha dejado otras huellas vivas en la memoria de los sueños de terror de Hollywood. La Estatua de la Libertad abatida es el signo de la hecatombe final de El planeta de los simios, que fue dirigida magistralmente por Franklin Schaffner y que protagonizó Charlton Heston en uno de sus más altos y nobles instantes interpretativos; y, años antes, en la segunda versión de Sabotage, Alfred Hitchcock se anticipó a todos en llevar el terrorismo a Manhattan y se sirvió de los recovecos de la Estatua de la Libertad para deslizar en ellos la escalada de emoción final del tenso y hermoso filme. Y bien reciente es la imagen del Manhattan bajo las aguas donde tiene lugar el epílogo futurista de la Inteligencia artificial de Steven Spielberg.

Pero fue en 1932, en el prodigio inaugural de King Kong, cuando emergió de la nada la más vigorosa metáfora surreal del siglo XX, lograda a través de una portentosa configuración imaginaria del mito milenario de la Bestia. Y surca de arriba abajo la médula de este filme la imagen del espanto instalada en el corazón y las arterias de Manhattan. El gran mono Kong, libre de argollas, desata su furia destructora y, encaramado en la punta de lanza del Empire State Building -que tras la caída de las torres ha vuelto a ser la, ahora ya oscura, cumbre de la ciudad vertical-, es ametrallado por aviones cazas biplanos, mientras centenares de metros más abajo, sobre el asfalto y las aceras de la cuadrícula de las avenidas y las calles neoyorquinas, la multitud huye aterrada ante la visión súbita de esa inesperada configuración del terror, una desconcertante intromisión de lo inimaginable en lo real, un brutal cruce de lo desconocido con lo cotidiano. Y es tambien el signo de un tiempo crítico, en disolución o en demolición, un signo que ahora adquiere una nueva carga de violencia y una inescrutable capacidad iluminadora de algo loco que ocurre en el subsuelo de nuestro tiempo y que de pronto aflora.

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