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Columna
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La historia continúa

En julio de 1989 la revista The National Interest publica un ensayo titulado The End of History?' (¿El fin de la historia?). Su autor es Francis Fukuyama, un hasta entonces desconocido funcionario del Departamento de Estado norteamericano. Tres años después, el autor profundizará en su tesis en un libro con el título The End of History and the Last Man (El fin de la historia y el último hombre) que prácticamente pasará desapercibido, más allá de algunos restringidos círculos académicos. El distinto éxito de uno y otro trabajo no deja de ser un indicador de los intereses y preocupaciones que fueron movilizados por las ideas de Fukuyama. Muy poca gente llegó a leer el libro. ¿Cuánta gente leyó realmente el artículo, más allá de su sugerente y provocativo título o, en el mejor de los casos, de los resúmenes que del mismo publicaron diarios y revistas? Pocas veces una tesis habrá tenido tanto éxito como la expuesta por Fukuyama en su artículo. Pocas veces el éxito habrá sido tan efímero.

El éxito de la tesis del fin de la historia tiene más que ver con su poder simbólico en un momento de combate ideológico (bastante coyuntural, por cierto) que con lo que tenga de descripción adecuada de la realidad. La idea del fin de la historia no es nueva, porque no es nueva la experiencia vital en la que se sustenta.

En las mismas fechas en las que Fukuyama publica su artículo, apareció en Alemania un libro titulado Posthistoire, en el que se analizan las especulaciones en torno al fin de la historia surgidas en Europa a mediados de siglo, especialmente en el área franco-alemana. Numerosos autores provenientes de muy distintas tradiciones culturales y políticas (como Gehlen, De Jouvenel, Kojève, Jünger, Adorno), activistas o simpatizantes de los más importantes movimientos durante el período de entreguerras (el socialista, el comunista o el fascista), todos ellos compartieron primero la esperanza en el inminente derrocamiento del orden establecido en Europa, y luego la desilusión y el escepticismo respecto a la posibilidad misma del cambio histórico. Es el fin de la historia de los desencantados. Es cierto que el fin de la historia de Fukuyama no es el del perdedor, sino el de quien se sabe en la parte de los vencedores, pero su mecanismo mental es el mismo: concepción teleológica de la historia, desprecio de los procesos sociales reales, desprecio de las víctimas.

En realidad, el fin de la historia ha encubierto una negación de la historicidad, de esa dimensión estructural y estructurante de las sociedades humanas que las convierte en actores permanentes, actuando sobre sí mismas para construir su presente y su futuro. Proclamar el fin de la historia es tanto como pretender consagrar un eterno más de lo mismo. La propia tesis del fin de la historia es el mejor indicador de lo falaz de su pretensión. Su popularidad se debe en gran medida al momento ideológico en que aparece: un momento de disolución desde dentro del mundo comunista, en un contexto general de revolución neo-conservadora. Si la tesis de Fukuyama tiene tanto éxito es por su capacidad de convertirse en un objeto de combate ideológico. Bastaría con ver lo que ha ocurrido durante toda la década de los noventa para cuestionar el valor explicativo de este tipo de planteamientos: retorno de las religiones al espacio político, explosión de los nacionalismos.

En 1993, otro norteamericano que también trabajó para el Gobierno de los Estados Unidos, Samuel Huntington, lanza su tesis del choque de civilizaciones y critica a Fukuyama por suponer que el final de la guerra fría significaba el final de todo conflicto importante en la política global y el comienzo de un mundo relativamente armonioso. La caída del Muro encumbró a Fukuyama; la destrucción del World Trade Center encumbrará a Huntington. ¿Qué vendrá después? No lo sé, pero lo que es seguro es que perderán los mismos.

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