Hacia el choque de culturas
El dramatismo que ayer tarde destilaban los televisores convertía las películas norteamericanas de ciencia-ficción patriotera, tipo Independence Day (esa ridícula adaptación de La Guerra de los Mundos, de H. G. Wells), en patética fantasmagoría de cartón piedra. Pues ahora no se trata de ninguna fantasía pueril en tanto que heroica, sino de terror puro y duro, sólo que a escala planetaria. Ahora los agresores no son alienígenas de-salmados, sino nuestros semejantes, conciudanos aunque adversarios, que conviven frente a nosotros compartiendo el mismo planeta. Y ahora no hay héroes cinematográficos que puedan salvarnos, ni pompa mayestática de la Casa Blanca que pueda rearmar la moral recuperando la dignidad, sino sólo un ingente caos absurdo, digno de la pluma de Shakespeare: un cuento mediático narrado por un idota, lleno de ruido y de furia, que carece por completo de significado.
Pero no basta con horrorizarse, ni caer en la perplejidad ante un absurdo tan inverosímil, sino que hace falta pararse a pensar, intentando imaginar razones y argumentos. Ante todo, la acción en sí misma: el primer acto a gran escala de la nueva globalización del terrorismo, entendido como deliberada matanza de civiles inocentes a los que se masacra para usarlos de instrumento de propaganda a escala planetaria. Pero si descontamos la magnitud de la repercusión mediática, esto no es ninguna novedad. La guerra total, que asesina civiles para desprestigiar y desmoralizar al enemigo, se inventó y desarrolló a lo largo del pasado siglo XX. Y muchos señalan que el primer caso de guerra total que buscó aterrorizar a la población enemiga fue precisamente la Guerra Civil estadounidense, que llenó las primeras planas de la prensa con sus masacres de civiles, y los posteriores excesos de la II Guerra Mundial no harían más que acrecentar su terrorífica eficacia demostrada.
Pues bien, hoy esa lógica puede ser amplificada en progresión geométrica gracias a la interconexión instantánea de las redes audiovisuales, que transmiten al instante el horror a cada rincón del planeta. Es verdad que aquí no parece haber guerra declarada, pero sí que la hay, sólo que se trata de una guerra desigual, que opone a la mayor potencia militar del planeta contra un puñado de sectas fanáticas, dispuestas a todo con tal de impugnar al poder dominante. Y fuimos nosotros los españoles, precisamente, quienes inventamos contra el ejército napoleónico (el Pentágono del inicio del siglo XIX) la táctica del guerrillero que sacando con astucia fuerzas de flaqueza es capaz de tomar por sorpresa y poner en jaque a un poder mil veces superior. El moderno terrorismo es directamente heredero de esa lógica perversa, y contra él resulta casi imposible luchar. Sólo aplicar la ley y esperar.
El problema es que hoy no tenemos ninguna ley que aplicar. Antaño existía el derecho de gentes, inventado por la teología española del XVII, y después el derecho internacional con sus convenciones regulato-rias de la guerra, producto de la diplomacia del XIX, que obligaban a respetar a los prisioneros y a la población civil. Pero el siglo XX nos ha dejado huérfanos de leyes internacionales. Y la mayor parte de la responsabilidad recae sobre los Estados Unidos de Norteamérica, precisamente, pues, poco a poco, sobre todo tras el fin de la Guerra Fría, ha terminado por desnaturalizar a las Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad. Ahora le echamos la culpa a Bush, con su nueva Guerra de las Galaxias, su negativa a acatar la jurisdicción extraterritorial del Tribunal Penal Internacional, y su reanudación de la guerra bacteriológica. Pero antes que Bush fue Clinton, quien, con ocasión de la guerra de Kosovo, vulneró por la fuerza las convenciones dimanadas del Consejo de Seguridad, al que anuló en la práctica reduciéndolo a la impotencia. Todo ello por no hablar del Estado de Israel, producto de la mala conciencia europea por tantos siglos de holocausto judío, y nacido como ahijado del Imperio Británico y de su sucesor, el Imperio Americano. Pues desde su casi fundación, el Estado de Israel, con la anuencia de su padrino estadounidense, ha burlado impunemente todas y cada una de las resoluciones del Consejo de Seguridad. Y ahora, rotas las negociaciones de paz iniciadas en Oslo y proseguidas en España, Israel sólo practica el más ciego y criminal terrorismo de Estado.
Y cuando no hay imperio de la ley, sólo reina el estado hobbesiano de naturaleza: la guerra de todos contra todos, donde el más débil tiene a veces todas las de ganar, cuando su propia pequeñez le hace casi invulnerable ante la impotencia del todopoderoso, cuya mastodóntica complejidad le convierte a su vez en excesivamente vulnerable ante cualquier acción imprevista. Pues lo sucedido ayer en los Estados Unidos resulta casi imposible de prevenir o de evitar. Parece así restaurarse el viejo paradigma del realismo político, que cifra la correlación internacional de fuerzas en el equilibrio del poder, que siempre es un equilibrio del terror. Es lo que acaba de subrayar Stephen Krasner en su libro Soberanía, hipocresía organizada (Paidós, 2001), donde sostiene que el orden internacional es siempre fáctico, y nunca jurídico ni menos moral. Pero si lo único que cuenta es la base material de poder, debemos advertir que ahora esa base del poder ya no es meramente militar y económica, como en tiempos de Clausewitz, Weber o Schmitt, sino que ahora esa base de poder es, además, mediática: es decir, cultural.
En suma, la causa última de todo lo que acaba de ocurrir es la propia prepotencia estadounidense, que, por su excesiva confianza en su hegemonía militar y su supremacía científica, llegó a creerse independiente del resto del planeta. De ahí su ciego unilateralismo, que ha destrui-do el orden internacional. Y ahora el resto de pueblos que lo componen también adopta cada uno su propia política unilateralista, no necesariamente militar, económica o científica, sino muchas veces religiosa, cultu-ral o ideológica, y desde luego siempre depredatoria, agresiva y revanchista. Es la política de la venganza, que enciende y realimenta el odio cultural. Pues como sostuvo Huntington con su Choque de las Civilizaciones, el siglo XXI, desagarrado por la lucha entre culturas coexistentes pero quizás incompatibles, tampoco conocerá la paz.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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