Globalización: violencia y política
'Una democracia no está segura si el pueblo tolera el crecimiento de un poder privado hasta tal punto que se convierte en más potente que el propio Estado democrático. En esencia, eso es el fascismo'. Franklin Delano Roosevelt.
Para la mayoría del movimiento por otra globalización, decididos partidarios de la no violencia activa, el asesinato legalizado de Carlo Giuliani en las manifestaciones de Génova ha provocado rabia, dolor, impotencia, miedo y también preocupación. Son muchos los que comparten la afirmación de Susan George de que 'el movimiento por otro tipo de globalización está en peligro y que o logramos exponer a la luz pública la actuación de la policía e impedimos los desmanes de algunos o conseguiremos que la mayor esperanza política de estas últimas décadas estalle en pedazos. Estén del lado que estén las responsabilidades -y están masivamente del lado de la policía y del G-8-, este movimiento amplio, potente e irresistible como las mareas, este movimiento soñado de los pueblos unidos y solidarios, ya no podrá avanzar de la misma manera. Ya no podrá aceptar que no importa quién haga no importa qué. Ha muerto un hombre'.
Pero la preocupación de algunas personas, referentes del movimiento por otra globalización, por la relación de éste con la violencia de dentro y con la respuesta a las violencias del sistema, puede alejarnos de lo fundamental, que no es otra cosa que la relación del movimiento con la política formal (partidos, sindicatos, instituciones). O mejor dicho, con la política democrática. Un movimiento que acentúa el concepto de 'resistencia' antes que el de 'revolución' puede acabar sin liderar los cambios urgentes e imprescindibles para que 'otro mundo sea posible'. Posibilidad que se gana y se pierde no desde las migajas que arranquemos a los líderes del mundo, sino desde la capacidad de forzar un cambio de políticas -con ayuda de la calle, del voto y con la razón de los desfavorecidos o del planeta silencioso y herido- que acepte que 'otro mundo es necesario' y que lo queremos ya.
Una curiosa coincidencia se ha producido a la hora de destacar la violencia de los manifestantes. Reportajes de todo tipo han dedicado más espacio a los blacks (infiltrados por las policías hasta las cejas, ausentes de las plataformas, antidemocráticos, provocadores, estrategas de la acción-reacción...) que a las propuestas alternativas. Y así, poco a poco, frente a la exigencia de que el movimiento evite o se aleje de los violentos, la espesura del silencio aumenta sobre la violencia difusa, la cotidiana -machista o laboral-, la violencia represiva de dictaduras blandas y duras sobre individuos y naciones o la violencia de la pobreza, del hambre, de la injusticia, de la corrupción, de la depredación suicida del planeta. O la durísima violencia de la especulación financiera ejercida desde una especie de 'Gescartera Global'. Violencia que aparece como inevitable. Y sin responsables.
No podemos obsesionarnos por la pureza de nuestras posiciones. Ni por la homogeneidad táctica de nuestra amplia, diversa y plural base. La diversidad es nuestra fuerza. Los blacks no son nuestros adversarios aunque no compartamos sus propuestas ni sus métodos. No podemos dejarnos chantajear -para ganar respetabilidad- por la presión mediática y política de los que nos exigen renuncias o denuncias, mientras los organismos financieros coquetean y alternan con auténticos asesinos de los derechos de pueblos y ciudadanos, desde la Cabilia al Tíbet. Muertos que no tienen, lamentablemente, la cobertura de Carlo Giuliani. Muertos sin nombre, pero muchos muertos.
Convivir con los diferentes tipos de respuesta, desde la no violencia activa o pasiva, es una contradicción que deberemos gestionar con lucidez y coraje. Y con indicadores que muestren resultados progresivos para que la violencia de la desesperación, la rabia o la impotencia no nos gane la partida a corto plazo. Es cierto que el debate moral sobre la ética de la violencia nos lleva a condenarla a priori. Y que las excepciones -legítima defensa o injerencia en auxilio de las víctimas- no sólo son derechos en la jurisprudencia internacional, sino delitos en caso de omisión. Y que no aceptamos la violencia ni la justificamos en las sociedades democráticas que conocemos. Pero hay que aceptar que es lícito y saludable cuestionarse si el Estado de derecho al que nos referimos tiene referente global y planetario. Y no sólo se trata de recordar la naturaleza violenta -con víctimas y agresiones cuantificables- de un modelo de relaciones internacionales y económicas basadas en el neoliberalismo más salvaje, sino de reconocer, sin ambigüedades, que la mayoría de los delitos contra la humanidad y contra el planeta gozan todavía de una impunidad criminal con grados de permisividad que convierten en responsables a muchos Estados y líderes políticos y en culpables a demasiados consejos de administración.
Grave error el de Joshka Fischer, ministro alemán de Exteriores y miembro destacado de Los Verdes, cuando ha dicho (aunque muchos lo han pensado) que él 'habría estado en Génova si hubiera sido más joven'. El movimiento por otra globalización no es una algarabía juvenil propia del idealismo de la inmadurez. Ni sus manifestaciones adecuadas sólo para los que saben correr o encuentran billete disponible. Con sus declaraciones, que quizá reflejen añoranza o renuncia a nuestro pasado, desprecia a los sensibles de cualquier edad, y se aleja de la comprensión de la composición transgeneracional y transversal de un mosaico de respuestas que expresan el hartazgo y la determinación de los que hemos dicho ¡basta! Hay un riesgo gravísimo de que el divorcio creciente entre la política formal y democrática, atrincherada muchas veces en la defensa de las instituciones, y las movilizaciones protagonizadas por las nuevas plataformas organizativas dejen peligrosos espacios a la demagogia y a subculturas antidemocráticas. Parece que el debate ya ha empezado, y con fuerza, en el espacio político de la izquierda verde y alternativa ante la parálisis de la socialdemocracia y el oportunismo de los restos de las fuerzas comunistas.
El desprecio intelectual y la arrogancia de los que reivindican permanentemente la legitimidad democrática y formal de las fuerzas políticas y sindicales progresistas frente al movimiento por otra globalización, combinadas con la mayoritaria alergia de éstos a la política, puede pasar una factura que se convierta en fractura insalvable que nos aleje mutuamente y anule nuestra eficacia. Contaminar y condicionar la política con nuevos objetivos y sensibilidades es tarea urgente para el pensamiento y la acción alternativos. Mientras, seamos implacables en la defensa del Estado de derecho, pero también a escala global. Vale que la policía defienda las propiedades públicas y privadas, pero debe defender también nuestro derecho a ocupar la calle, a manifestarnos libre y alegremente, a transitar todas las avenidas. Nuestro derecho a protestar, con toda la eficacia que podamos, sin tener que soportar el aliento provocador y policial sobre nuestras nucas. Que vigilen a los criminales: no les faltará trabajo.
José María Mendiluce es eurodiputado y escritor. Miembro de ATTAC.
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