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Columna
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Ficción de límite

Lo del juguete-bomba de San Sebastián no es, frente a lo que ha afirmado con tonta suficiencia el ministro de Interior, 'un clásico acto de kale borroka'. Aún en el caso de tratarse de un acto de violencia callejera, su estilo de ejecución (y digo su estilo, pues su objetivo sí sería clásico: amedrentar, herir o matar) encerraría una novedad horrible: nadie, y digo nadie, habría considerado en serio la posibilidad de que un juguete convertido en artefacto explosivo fuera abandonado en la calle para que el azar escogiera una víctima, probablemente un niño. Eso no quiere decir que no sea terrorismo callejero. Tampoco sería descabellado pensar en un acto de terrorismo negro o incluso en una intervención desde las cloacas del Estado: nunca se sabe qué pescador aprovechará mejor el río revuelto para obtener ganancia. Pero sea quien sea su autor (y probarlo será harto difícil: si ha sido un acto de violencia abertzale porque ya han decidido que ellos no han sido; si ha sido una efusión pestilente de cloaca... recordemos al pobre Marey) no olvidemos que quien se dedica cada día y cada noche a revolver el río hasta embarrarlo no está legitimado para denunciar la posibilidad de que otros aprovechen la confusión y echen su caña por ver si pica algo.

En todo caso, el atentado de San Sebastián que costó la vida a una mujer y heridas terribles a un niño se aleja de cualquier patrón clásico de terrorismo, al menos tal como la hemos sufrido en este país, como lo prueba el hecho de que hallamos vuelto nuestra mirada hasta 1994 buscando alguna analogía, como si antes o después de esa fecha no hubiésemos conocido hechos de violencia gravísimos. Da la impresión de que ese atentado supone una inesperada vuelta de tuerca, un auténtico salto cualitativo, podríamos decir, si no fuera porque hemos banalizado esta expresión y ya no indica nada. El atentado de San Sebastián ha adquirido consistencia de límite: límite traspasado, para quienes sospechan que su autor más probable se oculta en alguna de las circunvoluciones que el rizoma radical ha ido generando; límite respetado, para quienes están convencidos de que nadie en su mundo será capaz de hacer una cosa así. ¿Todavía hay, pues, límites? Así parece cuando, como es el caso, un movimiento de rechazo surge de las filas del MLNV y hasta la opinión de la Ertzaintza es esgrimida con alivio como cautelar defensa. No dudo que muchas personas del mundo de Batasuna, convencidas de que su autoría hay que buscarla entre los 'aparatos del Estado', hayan sentido dolor e indignación por la brutalidad de San Sebastián (si bien tales sentimientos ante este hecho y sólo ante este hecho en particular no se incardinan, como algunos bienintencionados han señalado, en el terreno de la solución al problema de la violencia, sino en el centro mismo del problema, un problema que, más allá de sus expresiones políticas o violentas, hunde sus raíces en la cultura y la moral). Pero resulta insoportable la expresión colectiva de condena y solidaridad que Batasuna ha querido movilizar, con éxito relativo. ¡Por Dios, cómo vamos nosotros a hacer una cosa así! Una cosa es reventarle la cara y las manos a un periodista cuando, confiado, abre un sobre que supuestamente contiene un libro o una revista y otra cosa bien distinta es reventarle la cara y las manos a un niño cuando, confiado, juega con un cochecito. Ficción de límite.

Quien recurre a la violencia no puede tener límites. Quien en una confrontación violenta se impone algún límite queda a merced de un adversario que no los tiene. Por eso las sociedades democráticas pueden sentirse tan desvalidas frente al terrorismo: porque se saben ética y legalmente limitadas frente a una violencia sin límites. De ahí la tentación, siempre presente en estas sociedades, de suspender toda cautela y utilizar cualquier medio para combatir el terrorismo. De ahí, también, la falacia de pensar que una sociedad democrática se basta con la represión para responder al terrorismo, aunque ésta, sometida al imperio de la ley, resulte inevitablemente necesaria.

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