La huerta
A cualquier agricultor de la huerta valenciana que le quieran comprar las tierras para construir en ellas, sólo hay que hacerle una oferta razonable. El: 'si, quiero' está garantizado.
Esto opina uno de ellos, Manuel Marí, que suda en Alboraia los cálidos veranos a la intemperie, y recoge los fríos del invierno en la misma posición, agachado sobre la tierra -como hicieron sus antepasados- y cuidando el detalle de las cebollas o las alcachofas.
Manolo es un agricultor que habla claro y, aunque lo sienta, reconoce la realidad: 'De las 50.000 firmas que se recogieron para salvar la huerta, ni 50 correspondían a agricultores'. En su opinión la rentabilidad que se obtiene de la tierra dista mucho de la que se lograría con los plazos fijos, y sólo los artistas, o los sentimentales, añoran el paisaje que se va. Y debe ser porque no la trabajan, la contemplación produce gozo, aspirar los aromas vegetales hace que te reencuentres con la naturaleza, pero la realidad es más dura que todo eso. La silueta recortada del agricultor contra el rojo sol de las tardes estivales, invita a la poesía a todos, menos al que está cavando.
El proceso de minimización de la huerta alrededor de las ciudades es continuo, la que se destruye no se vuelve a regenerar. Es más práctico y rentable elegir terrenos de secano, lejanos a la especulación inmobiliaria, que además están vírgenes de cultivos y por tanto llenos de poder alimenticio, y mediante la planificación, y la posterior instalación del riego por goteo, crear huertas donde antes había eriales. Las grandes superficies, cultivadas con la ayuda de maquinaria y las bendiciones científicas de los ingenieros agrónomos, producen el milagro de cosechar más alcachofas en un solo campo que ahora en todo el término de Alboraia.
Este hecho -cierto- distorsiona el mercado de los precios, ya que la oferta supera a la demanda en muchos momentos del año. Si la planificación del agricultor hace coincidir su momento de venta con la acumulación de existencias en los almacenes, la ruina es segura.
La cuestión que se plantea tras todas estas vicisitudes, es saber si se justifica la existencia de esa huerta tradicional por la bondad de lo cosechado. Y la respuesta, de forma lamentable, es negativa. Los productos de la huerta tradicional tienen que cuidarse de la misma forma que los obtenidos en otras latitudes, y los sulfatos y demás aditamentos son imprescindibles para el huertano. El público come también por la vista, manifiesta Manolo con sabiduría, y los productos ecológicos -en caso de que lo sean con todas las consecuencias- se presentan a la vista feos y llenos de defectos, lo que los hace inapropiados para el mercado. Quizás su sabor sea mas puro, en función de los abonos naturales, pero no pueden ser cultivados por quien tiene unas tierras limitadas y con ellas debe mantener a su familia. Además, la contaminación, cercana a las ciudades, cae sobre los frutos acompañando al rocío de la noche, y produce la virosis, que ataca a los productos y los estropea. Sobre todo al tomate, que hay que cubrir -como si en Almería estuviésemos-, para preservarlo de esta suerte de lluvia ácida que todo lo envenena.
Lástima de triples cosechas anuales, de variedad en los frutos, de sistemas de regadío que desde los árabes han acompañado al agricultor de la huerta. Su mundo se está perdiendo, por las razones antes apuntadas, a las que se une la falta de vocaciones. Los agricultores jóvenes han huido -Manolo es de los pocos que con una edad media se dedican a este oficio- y las tierras se cultivan por quienes ya debieron hace años dejar el arado. En todo caso los minifundios habían dado la última estocada a los resistentes; no pueden vivir tres familias -las de los hijos- donde el padre sólo podía subsistir. No obstante, ni con el hereu parece que hubiese podido solucionarse el problema.
Aunque, total, para qué. Para que haya gente que desprecia lo verde. Como Plauto, que en su Pseudolus dice: 'Los cocineros sirven un prado completo en sus guisados, de la misma manera que si quisiesen regalar el paladar a bueyes'. Ya se aprecia que vender la huerta, hasta a los escritores más clásicos, les parece una prudente medida.
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