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Una pirámide de merengue

'Gescartera sólo ha producido el asombro general porque, al caer el tenderete patas arriba, ha liberado el tufo negro de una España vieja, cutre y reaccionaria que muchos creían desaparecida'

Manuel Vicent

Así como hay una España de Matesa, otra de Rumasa y otra de Filesa, la delincuencia económica en este país acaba de crear una nueva denominación de origen. En adelante este tiempo hortera y desmadrado de inicio del siglo XXI, bajo un Gobierno de derechas cuyo presidente tiene pinta de linier, tal vez será recordado como la España de Gescartera, pese al esfuerzo que pueda hacer el Partido Popular por quitarse las pulgas de encima.

Una sociedad se define, más que por la calidad de sus artistas, por el nivel de sus delincuentes. En cada época su perfil se va acomodando a las exigencias del desarrollo tecnológico e industrial, y también son específicas las moscas que acuden a un panal de rica miel, según quien mande en la colmena.

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Este país dio un salto cualitativo cuando nuestros asesinos comenzaron a ser guapos y los pícaros cambiaron la pelliza de borrego y el mondadientes en la boca por el traje cruzado y los lentes con montura de oro; no obstante, el hambre siempre tuvo sus genios. En el café de Levante de la Puerta del Sol un timador logró venderle un tranvía a un paleto rico recién llegado a Madrid, y en los años del gasógeno un húngaro atrabiliario se ofreció a Franco para convertir directamente el agua del río Henares en gasolina con una fórmula mágica que consistía en mezclarla con algunas hierbas silvestres, y el dictador, lejos de fusilarlo como era su vicio, no sólo tragó, sino que llegó a anunciar el milagro en un discurso desde un balcón. Pero llegó el día en que los pícaros que reinaron en aquella miseria aprendieron contabilidad y ciertos atracadores descubrieron que los bancos se asaltan con más gracia si entras en el despacho del director, le das la mano, te sientas y tranquilamente le dices:

-Servidor quiere montar un negocio de buñuelos de viento.

-¿De viento, ha dicho usted?

-Y también de bizcochos borrachos.

-Muy bien. Ahórrese la pistola.

En aquel tiempo fue un escándalo que algunos políticos socialistas robaran, precisamente porque les habíamos votado para que no lo hicieran. Gescartera no es un escándalo, sino sólo una sorpresa. Ya se sabe que la derecha no suele salir corriendo con el saco a rastras. Roba en la notaría en el instante sagrado de firmar una escritura o haciendo una pirula de ingeniería financiera completamente legal en la servilleta de papel en cualquier cafetería. Gescartera sólo ha producido el asombro general porque, al caer este tenderete patas arriba, ha liberado el tufo negro de una España vieja, cutre y reaccionaria que muchos creían desaparecida. Y un pollito encorbatado del barrio de Usera, llamado Camacho, la ha metido en la ratonera.

En la confitería de mi pueblo, cuando yo era niño, entre la repostería de posguerra que se exhibía en la vitrina se alzaba un merengue en forma de pirámide. Era el que más éxito tenía entre la gente que salía de misa los domingos recién comulgada. Durante la República ese tipo de merengue se llamaba Libertad, pero después de la victoria franquista fue bautizado con el nombre de Arriba España. En el mármol del mostrador, junto a un botellón repleto de caramelos, había un negrito de cerámica con el cuello articulado de tal forma que, si le echabas una moneda por la raja del cráneo, el negrito inclinaba la cabeza y te daba las gracias, como ahora hacen los surtidores de gasolina. 'Póngame dos buñuelos de viento, dos bizcochos borrachos y cinco arriba españas', decía alguna beata que era también devota de los pasteles. Antes de largarse con la bandeja, los clientes solían echar algún real horadado dentro de la cabeza del negrito. 'Esto para las misiones'. Y parecía que la moneda caía directamente en el corazón de una selva de África.

Negritos como aquel de la pastelería los había en las pañerías, ultramarinos, ferreterías, en todas las tiendas de menestrales apostólicos, pero desde niño llevo asociado sólo aquel merengue en forma de pirámide con el afán de bautizar infieles para que pudieran alcanzar el paraíso. Si he tardado toda una vida en descubrir que el paraíso estaba en las islas Caimán, aún hay un caso más extraordinario: aquellos negritos de cerámica, que eran legión, después de muchos años, adquirida una forma aproximadamente humana, arriban agonizando en oleadas a nuestras costas en busca de un paraíso lleno de pasteles, y algunos reciben nada más llegar el bautismo con una verga de goma a cargo de los guardias y por la brecha abierta en el cráneo ya no les entra caridad alguna y, mientras esto sucede, aquellas limosnas para el Domund de la confitería de mi pueblo, con el tiempo también han tomado un cuerpo millonario, les han crecido alas y recientemente han volado en brazos de un ángel vestido con mil trajes de Armani hacia el paraíso verdadero, que es el fiscal, y allí se han convertido en espíritu puro hasta esfumarse del todo.

Gescartera es lo más parecido a aquella pirámide de merengue que tenía un negrito a los pies. Intentabas meterle el diente y dentro no tenía más que aire con algunas esquirlas de azúcar que se deshacían en la boca. En el retablo de las maravillas de Gescartera convive todavía la cucaña del pintor Solana con la España del genoma, y eso es lo excitante, que la lista de estafados esté plagada de obispos, curas y monjas, una gente que en teoría debería tener la vista puesta en el reino de los cielos y no en el panel de la Bolsa. Un pícaro con Rolex que les ha limpiado el plato mientras les hacía leer la parábola de los talentos.

Hasta ahora había una forma clásica de robar al clero. Se acercaba un tratante de arte en una descalabrada furgoneta de merchero a cualquier iglesia de pueblo y le proponía al párroco arreglarle el cimborrio, destruido por las cigüeñas, a cambio de esa talla románica que estaba arrumbada en la sacristía. Cerraban el trato liando un cigarro de picadura selecta. Después, el tratante se dirigía a un convento de monjas y la abadesa se dejaba arrebatar un retablo del siglo XVI a cambio del arreglo de unas goteras, y encima le ofrecía unas yemas de mazapán para el viaje. Normalmente, estos chamarileros del arte eran de la raza calé, pero ahora se ha visto a un tipo recortado, con mucha labia, Antonio Rafael Camacho, con las orejas un poco desabrochadas de tanto escuchar informaciones privilegiadas, quien, dejando de lado las vírgenes románicas y las predelas góticas, ha preferido limpiarles a los curas y monjas el metálico de sus cepillos, el dinero de las caridades, la asignación de las subvenciones del Estado. Hay que tener un estilo para ese trabajo: hacerse casar primero por el obispo montaraz Guerra Campos, adoptar formas suaves hasta lograr que la sonrisa meliflua no deje ver la triple dentadura de tiburón blanco, despertar el interés por una ganancia rápida sin que el cliente lo confunda con la codicia ni vea la trampa. ¿Se acuerdan de Marcinkus, aquel monseñor que fumaba puros del máximo calibre en el Vaticano? También hubo un listo que le limpió la caja en el banco Ambrosiano. Era tan alto el nivel eclesiástico que obligó a colgar a un pez gordo de un puente de Londres; en cambio, nuestro Camacho ha tenido la genialidad de obligar a Francisco de Asís a vender su granja de hermanos lobos para meter ese dinero en la Bolsa, y su larga mano ha llegado hasta el pie de aquella pirámide de merengue donde ofrecía su cabeza el negrito de las misiones y, poniendo la suela del zapato italiano sobre ella, desde allí ha ido ascendiendo hasta alcanzar el esplendor de la cima llevando en la cordada a directores generales, a agustinas misioneras, a madres dominicas, a la presidenta de la Comisión Nacional del Mercado de Valores y parentela, a carmelitas de la caridad, a un secretario de Estado de Hacienda, a monjas cistercienses, a esclavas del Divino Corazón, y a aquel famoso leñador Ramallo, diputado del Partido Popular, alguacil alguacilado, que hacía cortes de mangas a los socialistas desde el escaño, al dimitido Giménez-Reyna y su ristra de hermanos, refugiados en un silencio de piedra. Camacho trataba de fugarse por arriba.

¿A quién se le ocurre estafar a la Mutua de la Policía, a los ciegos, a la Armada y a los huérfanos de la Guardia Civil de una sola tacada? Sólo a un surrealista ibérico o a un hortera desesperado. ¿Qué inversionistas o especuladores son más proclives a creer en los milagros? Aquéllos que comulgan todos los días. Si esperas ir al cielo sólo porque mueres con el escapulario puesto, ¿cómo no vas a creer a un joven financiero, tal vez cobijado por el alto mando del Ministerio de Hacienda, que se compromete a blanquearte dinero y encima te asegura el diez, el veinte, el cincuenta, hasta el cien por cien de interés, el último peldaño de una pirámide que raya con la gloria, según la promesa del Evangelio?

Cientos de inversionistas de buena fe, pequeños e inocentes ahorradores acompañan a esta cucaña financiera, formada por oscuros especuladores en negro, comisionistas del dinero acarreado angustiosamente para taponar vías de agua, ministros del Gobierno asobinados que miraban para otro lado, plegarias atendidas por los responsables de la CNMV, confidencias de privilegio para abandonar la ratonera a tiempo salvando un baúl de billetes, guardaespaldas paramilitares, cochazos, mansiones, asaltos a despachos precintados, cuentas secretas en Suiza y un sinfín de centollos más. ¿Pero dónde está el dinero de Gescartera? Ésta es la pregunta de los cincuenta mil millones. Mientras tanto, el público mira al impávido linier. Detectada la extensión del tumor, alguna de sus ramificaciones probablemente alcanzará a tocar los mismísimos testículos del poder y, aunque el linier decida depurar las responsabilidades políticas, ésta será una cuestión necesaria, pero no la más significativa, ya que lo peor ha sido el tufo de pozo ciego que el caso de Gescartera ha liberado. Aquella España de Solana zaragatera y apostólica, de pronto, decidió especular en Bolsa y un tipo del barrio madrileño de Usera se vistió de Armani y le limpió los forros. Por mucho que el Partido Popular quiera despejar la jugada, ésos eran sus hijos.

-Póngame dos buñuelos de viento, dos bizcochos borrachos y cinco merengues arriba españa.

-Vale.

Antonio Rafael Camacho, el día de su boda en Cuenca, en septiembre de 1994.
Antonio Rafael Camacho, el día de su boda en Cuenca, en septiembre de 1994.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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