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ASTE NAGUSIA
Columna
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Urinarios de campaña

Es encomiable el esfuerzo municipal por paliar del mejor modo posible las consecuencias más desagradables de la fiesta. Algo huele mal en la Aste Nagusia ('Something is rotten in the State of Denmark', como dijo Hamlet; se acuerdan, ¿verdad?), cada vez que la noche va avanzando y el alcohol se transforma en todo un desafío a las leyes de la continencia biológica.

Los urinarios de campaña, instalados en los puntos neurálgicos de la fiesta, no representan ninguna novedad, aunque quizás sea apreciable que su número crece año tras año. Es como si las previsiones municipales volaran por los aires ante la constatación de que el personal, a fuer de ser sinceros, orina más de lo previsto.

Las multitudes aglomeradas en el Casco Viejo, en la prolongada hilera de txosnas que configura El Arenal, representan, potencialmente, el oceánico caudal de un río amazónico. De hecho, tarde o temprano, se desencadena la crecida. El alcohol fluye por vía extravenosa y miles de aparatos digestivos, de laboriosos mecanismos nefríticos, trabajan sin descanso por liberar el exceso de materia líquida. Ningún chupinazo, de esos que concitan la aglomeración de miles de bisoños ciudadanos en torno a botellas rellenables, se ha visto desde esta perspectiva: la de una potencial marea amarilla. ¿Cuántos hectólitros de agua no potable se evacuarán en las próximas horas? Allí los ríos caudales, allí los otros medianos, y más chicos, dijo un poeta. Ríos, en palabras de otro eximio vate, que no desembocan.

Una de estas noches, en el tránsito distraído por la ciudad, el que escribe topó con uno de los centros neurálgicos de la fiesta, donde la juventud en pleno disfrutaba de amancomunadas costumbres. Nosotros lo llamábamos 'ir al roce'. Quizás ahora se rozan más, quién sabe. En varios lugares de la plaza aparecían los peculiares urinarios, denominados, con eufemismo idiota, 'WC químicos', junto a los que hacían colas (larguísimas colas de paciencia) un profuso mosaico juvenil de carácter femenino. La incontinencia comenzaba a dibujar en los rostros las primeras muecas de desesperación, la apremiante necesidad de encontrar algún alivio.

En fiestas, una caudalosa lluvia amarilla (más o menos pública o privada en su impetuosa emisión) discurre por las aceras, genera riachuelos, pocillos, o lisa y llanamente inficiona la piedra inaugural de comercios y portales. De algún modo inexplicable, como en una portentosa obra de ingeniería, la ciudad consigue tragárselo todo. No deja de ser un curioso milagro, apuntalado cada mañana por el abnegado trabajo de las brigadas municipales. La Aste Nagusia hace correr ríos de tinta. Y muchos otros ríos. Los más inevitablemente humanos.Es encomiable el esfuerzo municipal por paliar del mejor modo posible las consecuencias más desagradables de la fiesta. Algo huele mal en la Aste Nagusia ('Something is rotten in the State of Denmark', como dijo Hamlet; se acuerdan, ¿verdad?), cada vez que la noche va avanzando y el alcohol se transforma en todo un desafío a las leyes de la continencia biológica.

Los urinarios de campaña, instalados en los puntos neurálgicos de la fiesta, no representan ninguna novedad, aunque quizás sea apreciable que su número crece año tras año. Es como si las previsiones municipales volaran por los aires ante la constatación de que el personal, a fuer de ser sinceros, orina más de lo previsto.

Las multitudes aglomeradas en el Casco Viejo, en la prolongada hilera de txosnas que configura El Arenal, representan, potencialmente, el oceánico caudal de un río amazónico. De hecho, tarde o temprano, se desencadena la crecida. El alcohol fluye por vía extravenosa y miles de aparatos digestivos, de laboriosos mecanismos nefríticos, trabajan sin descanso por liberar el exceso de materia líquida. Ningún chupinazo, de esos que concitan la aglomeración de miles de bisoños ciudadanos en torno a botellas rellenables, se ha visto desde esta perspectiva: la de una potencial marea amarilla. ¿Cuántos hectólitros de agua no potable se evacuarán en las próximas horas? Allí los ríos caudales, allí los otros medianos, y más chicos, dijo un poeta. Ríos, en palabras de otro eximio vate, que no desembocan.

Una de estas noches, en el tránsito distraído por la ciudad, el que escribe topó con uno de los centros neurálgicos de la fiesta, donde la juventud en pleno disfrutaba de amancomunadas costumbres. Nosotros lo llamábamos 'ir al roce'. Quizás ahora se rozan más, quién sabe. En varios lugares de la plaza aparecían los peculiares urinarios, denominados, con eufemismo idiota, 'WC químicos', junto a los que hacían colas (larguísimas colas de paciencia) un profuso mosaico juvenil de carácter femenino. La incontinencia comenzaba a dibujar en los rostros las primeras muecas de desesperación, la apremiante necesidad de encontrar algún alivio.

En fiestas, una caudalosa lluvia amarilla (más o menos pública o privada en su impetuosa emisión) discurre por las aceras, genera riachuelos, pocillos, o lisa y llanamente inficiona la piedra inaugural de comercios y portales. De algún modo inexplicable, como en una portentosa obra de ingeniería, la ciudad consigue tragárselo todo. No deja de ser un curioso milagro, apuntalado cada mañana por el abnegado trabajo de las brigadas municipales. La Aste Nagusia hace correr ríos de tinta. Y muchos otros ríos. Los más inevitablemente humanos.

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