EL BARCO ENCANTADO
En el Ebro acaba uno de los libros del Quijote y empieza otro. En el capítulo XXIX, el hidalgo descubre en las riberas 'un pequeño barco sin remos' y deduce que debe liberarlo. Amo y escudero fracasan en su empeño y acaban en el agua
El viajero entra en el bar al tiempo que el tropel de moscas que le homenajea. Ellas se van a morir al siniestro reflector azul y el viajero a la barra para no morir de hambre y sed.
-Comer, comer..., también puede comer. Patatas a lo beicon o sin beicon.
Sólo morirá de hambre. Pero se tarda más. El viajero sale del bar con una cerveza en cada mano y la bolsa de patatas entre los dientes. Va en busca de una mesa y una higuera. Alcalá del Ebro, a las tres de la tarde. Las razones por las que está allí, sin comer y sin esperanza, son largas y banales. Aunque todas se resumen en la soberbia. El viajero moderno se desplaza cómodamente sentado y con una temperatura agradable y estable. A través de las ventanas cerradas observa los desafortunados de fuera, árboles, animales y hombres, sin tenerlos como tales. Él vive a 24 grados y no hay razón para que el mundo no viva igual. El automovilista moderno todo lo puede: está seguro de que cuando decida aparecerá un lugar dotado de las mismas características que su coche: fresco, cómodo y obediente en todo momento a su voluntad.
La primera sospecha de que algo no era exactamente como lo esperaba la tuvo al llegar a Pedrola. Al salir del coche, el golpe de calor casi lo convierte en una borra de western rodando por las calles desiertas. Pedrola es un lugar enteramente periférico, construido en los márgenes de la enorme elipse central del palacio de los duques de Villahermosa. Carlos de Borja era el duque en los primeros años de 1600, cuando Cervantes se hospedó allí durante unos días. El palacio es un hermoso edificio renacentista, rodeado de jardines donde podría cazarse el ciervo, y con un noble patio castellano que el viajero pudo atisbar antes de decidirse a ir en la busca urgente de un lugar para comer. Pero en el viejo Pedrola sólo encontró blasones y silencio. Era sorprendente: tenía hambre y nadie hacía nada. Volvió al coche y deshizo en poco los kilómetros que le separaban de Alcalá del Ebro. Era fama que Cervantes se había inspirado en un pequeño atolón sobre el río para formalizar la ínsula Barataria. Allí estaba el atolón. Las aguas bajaban turbias y la ribera daba olor a lejía. Un bronce del supuesto Sancho, tripón y sentencioso, lo peor de España, y una leyenda concretaban que allí había gobernado. El viajero abandonó con rapidez el recinto del homenaje, plenamente convencido de que a Sancho le habría hecho feliz. Detrás del río estaba el bar con su moscario y la higuera bajo la que descansaría y bebería cerveza.
El viajero escribe, alejado de Barataria. En el Ebro acaba uno de los libros del Quijote y empieza otro, el postrero. 'Por sus pasos contados y por contar dos días después que salieron de la alameda llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro, y el verle fue de gran gusto a don Quijote, porque contempló y miró la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia de sus líquidos cristales, cuya alegre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamientos'. Así comienza el capítulo XXIX del Quijote de 1615, de la segunda parte, el capítulo De la famosa aventura del barco encantado. Don Quijote descubre en las riberas 'un pequeño barco sin remos ni otras jarcias algunas' y deduce de inmediato que alguien lo está llamando para que lo libere de su cautiva suerte. En vano Sancho intenta convencerlo de que se trata sólo del barco 'de algunos pescadores deste río, porque en él se pescan las mejores sabogas del mundo'. La saboga ha desaparecido del río, pero no su nombre, que casi alimenta. Los intentos de Sancho de convencer a su amo fracasan, y ambos embarcan y se dejan llevar por 'el mismo curso del agua, blando entonces y suave'. A la vista de unas aceñas, molinos de agua, don Quijote entiende que es allí donde 'debe estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa malparada, para cuyo socorro soy aquí traído', y se dirige a liberarla. Las voces distraen de su trabajo a un grupo de molineros en cuyas caras enharinadas ve don Quijote 'cuántas feas cataduras nos hacen cocos'. El barco acaba destrozado en las ruedas de las aceñas, y amo y escudero en las aguas. Los pescadores, que 'los sacaron como en peso a entrambos', le exigen a don Quijote que pague el barco y él asiente con la condición de que 'diesen libre y sin cautela a la persona o personas que en aquel su castillo estaban oprimidas'. Los pescadores no pueden dar crédito a las palabras del chiflado y es entonces cuando don Quijote dice basta: 'Aquí será predicar en desierto querer reducir a esta canalla a que por ruegos haga virtud alguna'. Las palabras que siguen habitan las regiones más tristes de la literatura: 'Dios lo remedie, que todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más'.
'Yo no puedo más', dice don Quijote, y el viajero querría que esta frase rendida estuviera inscrita en todos los blasones de Pedrola y en todas las islas de Alcalá. Después de la frase al héroe sólo le espera la farsa -como invitado de los duques de Villahermosa-, farsa que incluye la gobernación de Barataria y la definitiva degradación de la fantasía en manos de Sancho. Y después de la farsa, la muerte: la commedia è finita.
El viajero celebra que los molinos de su río le devolvieran el juicio a don Quijote. Otros molinos remotos, años y tierras atrás, no le apartaron de la caballería. Aunque lamenta, melancólico, que la recuperación del juicio siempre coincida con las derrotas. Por su parte, es evidente que ha bebido demasiado cerveza y que habrá de encarar el hambre, el sol de las cuatro y la lejanía de un lecho fresco sabiendo que se trata de gigantes.
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