Greenspan marca la ruta
Por séptima vez en este año, el órgano ejecutivo de la Reserva Federal de Estados Unidos ha reducido sus tipos de interés, como mayoritariamente se esperaba, en un cuarto de punto, hasta el 3,5%. Con esta bajada son ya tres los puntos porcentuales en que se ha reducido el precio del dinero, desde que el 3 de enero se iniciara lo que ya es la más agresiva política de estímulo monetario en una década. A juzgar por el comunicado en el que la Fed ha anunciado su decisión, no pueden descartarse descensos adicionales, si la economía no se reactiva.
Razones no faltan para entender esa pretensión del banco central estadounidense por evitar que la rápida y profunda desaceleración de aquella economía derive en una recesión. A pesar de algunos indicadores favorables y del gradual asentamiento de las perspectivas de recuperación, siguen siendo superiores los riesgos de debilitamiento adicional que los asociados a un peligro de inflación.
Las ventajas para el conjunto de la economía mundial de esa disposición de la Reserva Federal a sortear los riesgos recesivos, son tanto más explícitas cuanto más acusada es la debilidad de los otros dos grandes bloques económicos, Japón y la Unión Europea, y mayores sus consecuencias adversas sobre las economías menos desarrolladas, empezando por las latinoamericanas. En la situación de práctico estrangulamiento financiero por la que atraviesa Argentina, más el deterioro inducido en las economías vecinas y en las asiáticas, la suavización de las condiciones monetarias en EE UU reduce la dureza del ajuste en esos países.
La decisión de la Fed facilita igualmente la no menos necesaria relajación de la política monetaria del Banco Central Europeo (BCE), cuyo Consejo de Gobierno se reúne el próximo día 30. A diferencia de la Reserva Federal, el BCE ha adoptado una estrategia mucho más pasiva, de esperar y ver, justificada en la amenaza de unas presiones inflacionistas que se consideraban más peligrosas que las que se cernían sobre el ritmo de crecimiento de las economías de la eurozona. La realidad, como por fin empieza a admitir el BCE, está demostrando lo contrario. Tras el abaratamiento de la energía y la apreciación del euro, los precios parecen controlados, al menos en las economías centrales del área. Los últimos datos de julio avalan la presunción de una convergencia en los próximos meses del índice de precios del conjunto de la zona en torno a un 2%.
Son las señales de debilitamiento de la demanda en los países del área euro las que, desde hace meses, indican los riesgos de rápido enfriamiento. Alemania, que supone una tercera parte de la capacidad de producción total, no está lejos del estancamiento y, aunque con menor intensidad, las previsiones de crecimiento del resto han sido objeto de significativas revisiones a la baja. Con algunos meses de retraso respecto a EE UU, empiezan a concretarse, en mayor medida que lo anticipado por el BCE, los efectos de una contracción en el crecimiento de Europa: excesos de capacidad de las empresas, dificultades financieras en sectores clave y despidos masivos, entre otros factores.
Junto a un diagnóstico poco acertado, la pasividad del BCE no puede seguir amparándose en la insuficiencia con que la mayoría de los Gobiernos de la zona han acometido las necesarias reformas estructurales en sus economías. Siendo cierto ese desigual alcance de las políticas económicas de cada uno de los doce, no lo es menos que la función del Banco Central descansa, esencialmente, en la preservación de la estabilidad de los precios, sin poner en peligro el crecimiento económico. A los Gobiernos, efectivamente, les corresponde asumir de una vez por todas la prioridad de saneamiento de sus sectores públicos, de flexibilización de sus economías, de fortalecimiento de las condiciones competitivas y la eliminación de aquellos obstáculos a la libre competencia. Esta agenda, sin embargo, no ha de imponerla, sino apoyarla, la institución políticamente más autónoma de todas las comunitarias.
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