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Columna
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Aire de fiesta

Primero fueron vacas de la cabaña suiza y ahora ha sido una ballena japonesa. Las fiestas de Bilbao, que cierran la trilogía de semanas grandes del país de los vascos, nos han traído este agosto la novedad de una ballena hinchable, un acontecimiento lúdico que anima aún más si cabe nuestro jacarandoso calendario. Tiene algo de frustrado zepelín -los zepelines se han puesto de moda con el inicio del tercer milenio- esta ballena hinchable de origen japonés, catorce metros y sesenta millones de pesetas, incluyendo el millar de animadores que albardaron el festejo bilbaíno. Supongo que a los niños -es decir, a la gran mayoría de ciudadanos que se han apretujado para ver la cabalgata aéreo-ballenera- el espectáculo les habrá fascinado.

Lo de la galopante infantilización de nuestra sociedad debe tener que ver con este asunto. Tanto como la tan traída y llevada globalización ¿No es la ballena hinchable un paradigma del entrenamiento planetario? ¿No es el gran ballenato volador un emblema del gran parque temático en el que algunos quieren convertir el planeta? Un inmenso y rentable kindergarten. Es la vuelta a la infancia, nos juran, que es la patria del hombre. Pero Rilke, me temo, tiene poco que ver con este asunto comercial, político y multinacional. No se trata de volver a la infancia, sino de no salir de la idiotez. Instalarse en la idiocia desde los siete a los noventa y siete años.

El siglo XXI, de momento, está lleno de aire. La insoportable levedad del ser, que decía Kundera, amenaza con hacernos volátiles. Las agencias turísticas facturan sin cesar viajes que cuelan a Terra Mítica (Bobada Mítica, debería llamarse) y hay viajeros que vuelan a Las Vegas para ver las pirámides de Egipto (dicen que Donald Trump planea levantar la catedral de Burgos junto al aparcamiento de uno de sus casinos). En Internet la útima moda es ver echar un polvo a un par de geypermans con un par de airgamboys mientras Barbie Superstar se hace la estrecha y ejerce de mirona. Es divertido, dicen. Para partirse el culo.Primero fueron vacas de la cabaña suiza y ahora ha sido una ballena japonesa. Las fiestas de Bilbao, que cierran la trilogía de semanas grandes del país de los vascos, nos han traído este agosto la novedad de una ballena hinchable, un acontecimiento lúdico que anima aún más si cabe nuestro jacarandoso calendario. Tiene algo de frustrado zepelín -los zepelines se han puesto de moda con el inicio del tercer milenio- esta ballena hinchable de origen japonés, catorce metros y sesenta millones de pesetas, incluyendo el millar de animadores que albardaron el festejo bilbaíno. Supongo que a los niños -es decir, a la gran mayoría de ciudadanos que se han apretujado para ver la cabalgata aéreo-ballenera- el espectáculo les habrá fascinado.

Lo de la galopante infantilización de nuestra sociedad debe tener que ver con este asunto. Tanto como la tan traída y llevada globalización ¿No es la ballena hinchable un paradigma del entrenamiento planetario? ¿No es el gran ballenato volador un emblema del gran parque temático en el que algunos quieren convertir el planeta? Un inmenso y rentable kindergarten. Es la vuelta a la infancia, nos juran, que es la patria del hombre. Pero Rilke, me temo, tiene poco que ver con este asunto comercial, político y multinacional. No se trata de volver a la infancia, sino de no salir de la idiotez. Instalarse en la idiocia desde los siete a los noventa y siete años.

El siglo XXI, de momento, está lleno de aire. La insoportable levedad del ser, que decía Kundera, amenaza con hacernos volátiles. Las agencias turísticas facturan sin cesar viajes que cuelan a Terra Mítica (Bobada Mítica, debería llamarse) y hay viajeros que vuelan a Las Vegas para ver las pirámides de Egipto (dicen que Donald Trump planea levantar la catedral de Burgos junto al aparcamiento de uno de sus casinos). En Internet la útima moda es ver echar un polvo a un par de geypermans con un par de airgamboys mientras Barbie Superstar se hace la estrecha y ejerce de mirona. Es divertido, dicen. Para partirse el culo.

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