EDIMBURGO DESPEGA ENTRE MOZART, LIBROS Y LLUVIA
'Scottish weather' (tiempo escocés), dicen estos días en la capital para justificar la lluvia. De aquí para allá, de los libros a la ópera, de Mozart a Peter Carey. Todos a la calle.
Asombrosa superación de la ópera seria, roce más que ligero de Mozart con Gluck, Idomeneo admite una buena lectura fuera del escenario. La atención a los primores del recitativo, la levedad de la acción externa, las dificultades propuestas a los cantantes, la inventiva poderosísima de los acompañamientos son alicientes suficientes como para no echar demasiado de menos las tablas. El lunes en Edimburgo sir Charles Mackerras optó por el equilibrio que le caracteriza como ejemplo de esa tercera vía que une a los rigores del historicismo -trompas y trompetas naturales, articulación con arreglo a los cánones- la luminosidad de una visión moderadamente dramática. Como es muy buen director de ópera acompañó a los cantantes con comodidad y consiguió los efectos descriptivos que pide aquí y allá la partitura. Todo estuvo en su sitio, quizá demasiado, sin el plus de drama -y la pieza lo tiene- que supo sacarle en su día un Harnoncourt pero con la claridad de exposición que caracteriza a los buenos pedagogos.
El protagonista era Ian Bostridge, a quien el público británico adora. Perfecto en los recitativos, al tenor inglés le falta empuje vocal para ser un Idomeneo completo, por más que haya que preguntarse quién podría serlo. Raaff, que estrenara el papel, le parecía a Mozart 'ideal para los andantinos', como Bostridge. Pero en Fuor del mar -un aria dura donde las haya- la orquesta le tapaba y no bastaba con el buen gusto al frasear. Cuando salió Paul Charles Clark -un tenor de los de amplio espectro-, que hacía el Gran Sacerdote de Neptuno, más de uno debió pensar que ésa sí era la voz para el papel titular. Pero, las cosas como son, tampoco se le puede negar a Bostridge su categoría cuando se le escucha terminar su parte -el recitativo final Torna la pace al core, como él lo hizo-. La gran decepción de la noche estuvo a cargo de Anthony Rolfe Jonson, que fue un cantante estupendo pero que presenta graves síntomas de crisis. Con una voz que ha perdido color, pasando con apuros los problemas técnicos, su Arbace -menos mal que el personaje no tiene demasiada relevancia- fue peor que mediano.
Las mujeres, por su parte, se salieron. Lorraine Hunt, una experta en Händel, como Mackerras, y por eso bien conocedora de esa vocalitá que es fundamental en este Mozart, fue un Idamante creíble, entregado, que pedía más que nadie un decorado. La voz, más expresiva que hermosa, ha ido ganando en los graves con el tiempo. Lisa Milne, que recuerda a veces a Lucia Popp en el color, tradujo estupendamente la inocencia de Ilia. Barbara Frittoli fue una Elettra antológica. Por algo arrasa por donde va. Su D'Oreste, D'Aiace puso boca abajo el Usher Hall. Las tres, con la complicidad evidente de un Sir Charles encantado de haberlas contratado y que las esperaba arrobado en las cadenzas, demostraron que esta ópera tiene mucho que cantar, que no es tan larga como parece, que los recitativos no tienen por qué ser aburridos y que hasta sin escenario se escucha con admiración.Asombrosa superación de la ópera seria, roce más que ligero de Mozart con Gluck, Idomeneo admite una buena lectura fuera del escenario. La atención a los primores del recitativo, la levedad de la acción externa, las dificultades propuestas a los cantantes, la inventiva poderosísima de los acompañamientos son alicientes suficientes como para no echar demasiado de menos las tablas. El lunes en Edimburgo sir Charles Mackerras optó por el equilibrio que le caracteriza como ejemplo de esa tercera vía que une a los rigores del historicismo -trompas y trompetas naturales, articulación con arreglo a los cánones- la luminosidad de una visión moderadamente dramática. Como es muy buen director de ópera acompañó a los cantantes con comodidad y consiguió los efectos descriptivos que pide aquí y allá la partitura. Todo estuvo en su sitio, quizá demasiado, sin el plus de drama -y la pieza lo tiene- que supo sacarle en su día un Harnoncourt pero con la claridad de exposición que caracteriza a los buenos pedagogos.
El protagonista era Ian Bostridge, a quien el público británico adora. Perfecto en los recitativos, al tenor inglés le falta empuje vocal para ser un Idomeneo completo, por más que haya que preguntarse quién podría serlo. Raaff, que estrenara el papel, le parecía a Mozart 'ideal para los andantinos', como Bostridge. Pero en Fuor del mar -un aria dura donde las haya- la orquesta le tapaba y no bastaba con el buen gusto al frasear. Cuando salió Paul Charles Clark -un tenor de los de amplio espectro-, que hacía el Gran Sacerdote de Neptuno, más de uno debió pensar que ésa sí era la voz para el papel titular. Pero, las cosas como son, tampoco se le puede negar a Bostridge su categoría cuando se le escucha terminar su parte -el recitativo final Torna la pace al core, como él lo hizo-. La gran decepción de la noche estuvo a cargo de Anthony Rolfe Jonson, que fue un cantante estupendo pero que presenta graves síntomas de crisis. Con una voz que ha perdido color, pasando con apuros los problemas técnicos, su Arbace -menos mal que el personaje no tiene demasiada relevancia- fue peor que mediano.
Las mujeres, por su parte, se salieron. Lorraine Hunt, una experta en Händel, como Mackerras, y por eso bien conocedora de esa vocalitá que es fundamental en este Mozart, fue un Idamante creíble, entregado, que pedía más que nadie un decorado. La voz, más expresiva que hermosa, ha ido ganando en los graves con el tiempo. Lisa Milne, que recuerda a veces a Lucia Popp en el color, tradujo estupendamente la inocencia de Ilia. Barbara Frittoli fue una Elettra antológica. Por algo arrasa por donde va. Su D'Oreste, D'Aiace puso boca abajo el Usher Hall. Las tres, con la complicidad evidente de un Sir Charles encantado de haberlas contratado y que las esperaba arrobado en las cadenzas, demostraron que esta ópera tiene mucho que cantar, que no es tan larga como parece, que los recitativos no tienen por qué ser aburridos y que hasta sin escenario se escucha con admiración.
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