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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Circulen, por favor

El caso de los subsaharianos que permanecen acampados en una plaza de Barcelona, esperando un inminente desalojo tras ser expulsados de la de Catalunya, o el de el casi centenar de magrebíes de Las Pedroñeras, llegados a Cuenca tras cuatro días de marcha y que han iniciado una huelga de hambre en la plaza más emblemática de la ciudad, evidencian, entre otros, las múltiples lagunas que presenta la Ley de Extranjería. La reacción de las diferentes administraciones implicadas en la situación de ambos colectivos resulta lenta, timorata, descoordinada y oportunista; y entre gobiernos civiles, autonómicos y municipales se están produciendo sonrojantes pases de pelota que siembran dudas muy fundamentadas sobre la existencia de una auténtica política de inmigración que implique real y efectivamente a todas las administraciones.

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Quizá los redactores de la Ley de Extranjería tengan claro que si los inmigrantes se hallan en situación de ilegalidad hay que devolverlos a su país de origen. Pero entonces no hay que dejar, por ejemplo, que pasen más de dos meses durmiendo al raso en el centro de una ciudad hasta que el alcalde o el presidente de la comunidad de turno empiecen sus vacaciones y eviten de este modo salpicaduras indeseadas. Sin embargo, la ley se muestra confusa a la hora de concretar esa medida: si en el caso de los inmigrantes determina con claridad el modo en que hay que proceder, en el de los refugiados políticos parece mucho más ambigua.

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Precisamente a ese estatuto pretendían acogerse la mayoría de los indocumentados africanos de Barcelona cuando aseguraban ser ciudadanos de Sierra Leona, país azotado por una guerra civil, al que no se puede obligar a regresar a nadie. Tras muchas indecisiones, las instituciones han llegado por fin a una postura unánime: demostrado que el 80% del colectivo no procede de un país en guerra, hay que proceder a su repatriación forzosa. Pero para ello hace falta una orden judicial, que tardará no menos de quince días en tramitarse. Mientras, los africanos estarán libres y, como los inmigrantes de Cuenca, reciben ayuda de la Cruz Roja.

¿Cuántos de ellos aguardarán de brazos cruzados a que llegue el mandato judicial? ¿Puede esperarse que lo hagan cuando se trata de personas perseguidas por la miseria desde que nacieron? Ni las administraciones, que demuestran ir notoriamente por detrás de la sociedad, pueden creérselo. Pero, sin duda, valoran que es más conveniente esperar a que acaben diluyéndose como grupo de presión y se esfumen del primer plano informativo para luego tratar de quitárselos de encima de uno en uno. A eso nadie en su sano juicio puede llamarlo política de inmigración: se llama hipocresía.

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