Europa, Europa
Podrá existir disparidad de criterios acerca de las causas y el alcance, pero nadie parece dudar en privado de lo que es ya un secreto a voces: el proyecto de la Europa unida atraviesa una de las crisis más severas de su historia. Desde la cumbre de Niza en adelante, y de manera más explícita a partir de la negativa de Irlanda a suscribir el laberíntico Tratado que salió de ella, los euroescépticos han advertido que se entra en un remanso de la corriente y relajan sin temor el tono de sus intervenciones, hablando de una Europa posible y en consonancia con el interés, o más bien el desinterés, de los ciudadanos. Entretanto, los europeístas no encuentran por el momento otra respuesta que la de fingir que ignoran el cariz de los acontecimientos, y continúan pedaleando con la única esperanza de conservar al paciente con vida mientras no cambien las circunstancias. Amparados en la rutina burocrática en la que se ha especializado la Unión, se esfuerzan por encontrar un enigmático valor en las conclusiones de cumbres decisivas que no deciden nada, de consejos trascendentales que nada trascienden, de grupos de expertos que dictaminan en la misma línea que decenas de dictámenes previos.
Lejos de favorecer la vigencia y la continuidad del proyecto europeo, quizá una de las iniciativas más apasionantes y esperanzadoras del siglo XX, la estrategia de mantener a media voz la magnitud de la crisis podría acabar arrastrándolo a un punto ciego del que el retorno resulte difícil. Y la magnitud de la crisis se mantiene a media voz no sólo cuando se minimiza o se niega, tratando de convertir en virtudes decisiones que, como la de rechazar el impuesto comunitario sugerido recientemente por la Comisión, reflejan sobre todo carencias y necesidades. Se mantiene también a media voz cuando se aventuran explicaciones y diagnósticos que, siendo en gran medida atinados, desisten sin embargo de cualquier análisis que vaya a la raíz, conformándose con barajar una y otra vez los conceptos consagrados por la eurojerga. La reflexión acerca de la Comunidad se convierte entonces en reflexión comunitaria, una manera de caminar dándose irremediablemente con las paredes y de ir desenganchando, por hastío, a sectores cada vez más amplios de la sociedad europea.
En este sentido, es sin duda inatacable la idea de que, con el 1,27 del producto europeo como presupuesto, la Unión no estará en condiciones de garantizar las actuales políticas cuando el número de Estados miembros se acerque al doble de los actuales. De igual manera, es cierto que la ampliación modificará la práctica totalidad de los datos de partida, desde las magnitudes macroeconómicas del conjunto -y con ellas los viejos instrumentos ideados para intervenir sobre ellas- hasta el vigente equilibrio político en la toma de decisiones, obligado a conciliar una entrecruzada diversidad de intereses nacionales. Es incuestionable, en fin, que el azar del entendimiento y hasta de las complicidades personales no ha funcionado entre los líderes europeos de hoy como entre los de la generación anterior, y si lo ha hecho no ha sido sobre la base de propiciar avances en una Europa unida, sino al contrario. Ahora bien, ¿cabría suponer que, sorteados estos obstáculos, el proyecto comunitario recuperaría no sólo el vigor de hace una década, sino también el sentido que tenía entonces? ¿Se podría avanzar conservando sin más el mecanismo de transferencias a Bruselas seguido en los tiempos de pasión europeísta?
Una mirada retrospectiva al ya largo proceso de construcción revela que, como en la actualidad, las limitaciones presupuestarias, el reparto de poder y la confianza o desconfianza entre los líderes han estado detrás de los momentos de desconcierto y hasta de parálisis de la aventura comunitaria. La gran diferencia con lo que hoy sucede radica, sin embargo, en el contexto ideológico en el que concurren esas causas, y más en concreto, en el papel que la actual ortodoxia política asigna a las instituciones existentes y, por tanto, a las que están por construir. En este sentido, conviene recordar que el proyecto de la Europa unida surge en una encrucijada particular de la historia del continente, en la que las principales potencias deciden adoptar los principios del keynesianismo a raíz de un acuerdo entre la democracia cristiana y la socialdemocracia en el que el recuerdo de los horrores de la Guerra Mundial resultaría decisivo. Se consideraba entonces que las instituciones estaban legitimadas para intervenir en la dirección de los asuntos económicos, y no sólo eso, su presencia e incluso su posición de monopolio en ciertos sectores de actividad se interpretaba como una garantía tanto para los ciudadanos como para el correcto funcionamiento del mercado.
Los orígenes de la Unión están vinculados a esta lógica, y son en buena medida tributarios de ella. El sobreentendido que late en el modelo de construcción establecido en el Tratado de Roma es que lo que los Estados de corte keynesiano garantizaban en el plano nacional debía también garantizarse en el plano europeo. Las futuras instituciones comunes no sólo serían más potentes que las estatales, sino que, por el simple hecho de serlo, resultarían también más eficaces y permitirían adoptar nuevos y más ambiciosos objetivos desde el punto de vista de la gestión económica, que tarde o temprano se traducirían en un sentimiento de ciudadanía europea. Se inició así el proceso de transferencias de soberanía estatal que ha constituido el rasgo más característico de la Europa unida, y que se ha mantenido como horizonte hasta la entrada en vigor del euro. Desde la política agrícola hasta los fondos estructurales y de cohesión, pasando por la política comercial o las diversas ayudas a sectores en reconversión, los avances del proyecto europeo estuvieron siempre concebidos desde un modelo keynesiano, de instituciones ideadas para intervenir en una economía de ámbito más amplio que el estatal.
Tras la caída del muro de Berlín, las corrientes conservadoras lograron imponer la idea de que el vencedor de la guerra fría había sido el capitalismo capaz de autorregularse, no la versión corregida por Keynes, y promovieron en consecuencia un nuevo paradigma económico que exigía el adelgazamiento de las instituciones y su abstención en favor de las fuerzas del mercado. A día de hoy, los efectos de esta orientación sobre los Estados resultan patentes, como lo atestigua la privatización de las antiguas empresas públicas y la creciente liberalización de la economía. Por el contrario, sus efectos sobre el proyecto europeo parecen pasar rigurosamente desapercibidos, pese a haber convertido a la Europa unida en una especie de lienzo de Penélope, en el que los avances que tejen las últimas cumbres no pueden hacerse a otro precio que el de destejer avances anteriores. La razón parece obvia, una vez que se constata la liquidación del modelo keynesiano que estaba en su base: si de acuerdo con el nuevo paradigma las instituciones tienen que ser adelgazadas y su papel no debe ser otro que el de abstenerse, ¿qué sentido tiene transferir nuevas competencias a Bruselas? ¿Para qué quiere Bruselas un poder cuya esencia consiste en no ser ejercido? ¿Por qué seguir cebando unas instituciones cuyo destino inexorable es el adelgazamiento? Y, más aún: ¿qué parte de la Europa económica ya construida es compatible con la nueva ortodoxia y a qué parte se debe renunciar?
El proyecto de la Europa unida atraviesa una de las crisis más severas de su historia; una crisis tan severa que lo que probablemente pone en juego no son cuestiones abordables desde la eurojerga, como el reparto de un presupuesto a todas luces escaso, los equilibrios de poder ante la perspectiva de la ampliación o las afinidades de la actual generación de jefes de Estado y de Gobierno. Del mismo modo que Europa fue capaz en el pasado de idear y asumir un modelo económico que desactivó la carga desestabilizadora de la utopía comunista, hoy se enfrenta a la necesidad de idear y asumir otro modelo que la inmunice contra los efectos paralizantes de la nueva utopía de nuestro tiempo: la que han alzado los conservadores utilizando la globalización como instrumento, igual que los comunistas utilizaron el de la planificación. También éstos decían que su modelo era un hecho y, además, inevitable. Europa, aquella Europa keynesiana, lo supo desmentir a través de un proyecto que ofreció medio siglo de estabilidad y prosperidad a una región históricamente desgarrada por brutales enfrentamientos.
José María Ridao es diplomático.
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