La hora de Koizumi
Tres meses después de su llegada al poder sigue sin saberse quién es en realidad el primer ministro Junichiro Koizumi, ídolo de las encuestas de opinión, y el alcance de su proyecto reformista para Japón. Pero la clara victoria de su partido Liberal Democrático en las recientes elecciones al Senado le ha dotado de los instrumentos políticos necesarios para llevarlo adelante. En unos comicios que el PLD contaba prácticamente con perder hace unos meses, y en los que, junto con sus aliados de coalición, ha obtenido 78 de los 121 escaños en juego, Koizumi ha logrado el mandato que necesitaba para hacer en su partido y en la economía japonesa la cirugía radical que viene prometiendo. Los datos económicos, una vez más, aguaban la fiesta: la Bolsa de Tokio alcanza sus cotas más bajas en 16 años y los indicadores sugieren que la segunda economía del mundo conocerá simas más hondas.
El atildado Koizumi va camino de convertirse en el jefe de Gobierno más popular desde la Segunda Guerra Mundial. Es cierto que sus predecesores al frente del PLD y del Ejecutivo han sido en general grises testaferros de los mandamases de las diferentes facciones de aquél y de muy poderosos grupos de intereses. A través de un partido que ha gobernado prácticamente sin interrupción a lo largo de medio siglo, la democracia unipartidista nipona ha estado dirigida por una formidable alianza entre la alta burocracia y los conglomerados industriales. Pero el brillo y la popularidad de Koizumi, un líder de talante nacionalista salido de las bases y no de los usuales pactos entre barones, se producen sorprendentemente sin que haya llegado a poner en práctica una política de éxito. Ni siquiera la ha formulado con precisión, aunque avanza que dolerá.
Ahora que los liberal-demócratas tienen el control firme de las dos Cámaras del Parlamento, parece llegado el momento de abordar las transformaciones prometidas. El desafío principal está en el frente económico. El primer ministro ha de convertir su mandato popular en estrategia capaz de evitar que Japón se convierta en una potencia de segunda. Los cambios están destinados a resucitar a un país que lleva una década languideciendo y son tanto más necesarios en un momento en que la economía mundial emite señales alarmantes. Está por verse, sin embargo, si son posibles desde un partido gobernante dividido entre reformistas y una decisiva vieja guardia aferrada al patronazgo. El faccionalismo, al que Koizumi ha declarado la guerra, está enquistado en la cultura política nipona, extraordinariamente resistente al cambio.
El primer ministro dice creer en la liberalización de los poderosos monopolios públicos y en la reestructuración como remedios de los males japoneses. Su genérico programa va aglutinándose en torno a serios recortes del gasto público, privatizaciones y obligar a los bancos a dar por perdidos más de cien mil millones de dólares en préstamos incobrables. De llevarse a la práctica, estas medidas podrían poner en la calle a cientos de miles de personas y ahondar la recesión en un país que considera insoportablemente alto un desempleo del 5%. Y cuyos ciudadanos en realidad nunca se han enfrentado a los rigores de los despidos masivos y las crisis económicas de verdad.
Dar la vuelta a la economía nipona es la prueba de fuego para Koizumi. Una de las grandes incógnitas de intentarlo es su efecto sobre los votantes y en la popularidad de quien es la estrella política en ascenso. Otra, la reacción de los hombres de negro del PLD. En cualquier caso, ya no hay ninguna razón para que el primer ministro con cara aniñada y peinado de concurso no juegue a fondo las cartas que viene anunciando.
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