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Columna
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El centésimo nombre

Estoy en un sin vivir. No sé si adelantar mi vuelta al País Vasco o pedir asilo psicológico en estas tierras gaditanas y convertir lo que hasta hoy era un paréntesis vacacional en estancia permanente. Me entero por este periódico de que el nacionalismo vasco está a punto de desatar una inminente ofensiva secesionista y hay quienes se apresuran a escribirle el guión al Gobierno español para que el acontecimiento no le pille desprevenido. El día D y la hora H están próximos.

El ministro Rajoy advierte al Gobierno vasco de que no hay polvo sin lodo (con perdón) y un Fraga tronante profetiza que la autodeterminación sembrará de cadáveres las calles de Euskadi. Lo de Rajoy me ha dado que pensar, para que les voy a engañar: 'ese tono de te vas a enterar, me quedo con tu cara y se dónde vives', que hasta en una discusión de tráfico me produce desasosiego, no puede dejarte indiferente viniendo de todo un ministro del Interior. Pero lo que de verdad me ha preocupado ha sido lo de Fraga, eso de los miles de muertos por las calles, pues de muertos en las calles sabe mucho: que se lo pregunten a la gente de Vitoria. Nada más lejos de mi intención que ironizar frívolamente sobra la actual realidad vasca. Ya hay muertos en las calles y eso es algo terrible. Pero, ¿de verdad estamos en vísperas de la autodeterminación del País Vasco? ¿de verdad la secesión de Euskadi, no digamos ya de Euskal Herria, está en el horizonte?

He leído El viaje de Baldassare, de Amin Maalouf. Cuenta la historia de un hombre, el comerciante genovés Baldassare Embriaco, sacudido por la vorágine milenarista en vísperas del año 1666, el año del Anticristo: '¿Cómo empezó esta locura? ¿En qué alma germinó primero? ¿Bajo que cielos? No podría decirlo con exactitud, y sin embargo, en cierto modo, lo sé. Allí donde me encontraba veía el miedo, un miedo monstruoso, nacer y crecer y difundirse; le veía insinuarse en las almas; incluso en las de mis allegados, incluso en la mía, le he visto golpear la razón, pisotearla, humillarla y después devorarla'. En este clima apocalíptico, Baldassare emprende un incierto viaje a la búsqueda de un mítico libro en árabe conocido como El centésimo nombre en el que, según cuenta, estaría contenido el centésimo nombre de Dios, distinto de los noventa y nueve nombres mencionados en el Corán; un nombre superior a todos los nombres, cuyo poder sería tal que bastaría con pronunciarlo para evitar cualquier peligro.

Tras largas peripecias consigue el libro, sólo para comprobar que cada vez que lo abre sus ojos ensombrecen, quedando incapacitado para avanzar en su lectura y descifrar el nombre supremo. Pero no será necesario; pasará el año fatídico, el primero de enero de 1667 amanecerá un nuevo día, seguirá el mundo girando sobre su eje igual que ayer, igual que mañana; no habrá ruptura, ni trágica ni esperanzada. De ahí la conclusión de Baldassare: 'Tendremos que vivir aún día tras día a ras de suelo con nuestras humanas miserias. Con la peste y los mareos, con la guerra y con nuestros amores y nuestras heridas. Ningún cataclismo divino, ningún augusto diluvio vendrá a ahogar terrores y traiciones. Es muy posible que el Cielo nada nos haya prometido. Es muy posible que el Cielo viva sólo al ritmo de nuestras propias promesas'. Y al final, después de tanto viaje y tanto sufrimiento y tanto esfuerzo, cuando hace un balance de sus peregrinaciones, lo que ha ocurrido es que ha ido 'de Gibeleto a Génova dando un rodeo'.

Ya hay muertos en las calles vascas y españolas. Ya hay quienes están dispuestos a morir y, sobre todo, a matar, cruzados del centésimo nombre, convencidos de que tal nombre (Autodeterminación, Soberanía, Territorialidad, Independencia, Euskal Herria) encarna el máximo bien. Nadie más debería aventar esperanzas milenaristas ni terrores apocalípticos. Al final, por más rodeos que demos, viajaremos del autogobierno al autogobierno y no habrá nombre supremo cuya invocación nos evite vivir el día a día de nuestras humanas miserias.

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