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La barbarie de rostro mercantil

Sami Naïr

Centenares de miles de personas se manifiestan por todo el mundo contra la globalización liberal; los gobiernos están pensando en reunirse, a partir de ahora, en secreto, y a ser posible en islas alejados de todo; y con la muerte del joven Carlo Giuliani, aparece el primer mártir de esta lucha que no deja de sorprender a los estúpidos apologistas del 'fin de la historia'. Se trata de una globalización totalitaria en el sentido estrictamente comercial del término: su objetivo es ajustar el mundo a un sistema capitalista sin control, sometido únicamente a los imperativos del beneficio dictados por las organizaciones transnacionales. Implica el retorno de una gestión de la fuerza de trabajo que se creía vencida en el siglo XX gracias a la lucha de los movimientos sociales en los países avanzados. Y la progresiva globalización del empleo resultante de esta mutación significa la flexibilidad, la precariedad generalizada, la atomización de los asalariados. El empleo se convierte en una variable de la especulación financiera planetaria.

El culpable no es el mercado en sí. El mercado no es ni bueno ni malo: no es más que un medio de regulación de las relaciones sociales. Es el capitalismo sin reglas el que pudre, desde dentro, el mercado y la sociedad. Se beneficia de las innovaciones científicas y técnicas más excelentes: globalizado, depende tanto de las nuevas tecnologías de producción intensiva y de evaluación inmediata de las ventas, gracias a los programas informáticos de gestión, como de la dictadura de los accionistas de los fondos de inversión, especialmente en Estados Unidos. Su resultado es que ya vemos, y cada vez veremos más, decenas de miles de puestos de trabajo suprimidos por aquí, centenares de ellos creados por allá: un baile permanente del destino social de los trabajadores del mundo. Esto va emparejado a una tendencia igualmente estructural de ese capitalismo: el descenso, por doquier, del precio de la fuerza de trabajo poco y medianamente cualificada, y, por lo tanto, de los salarios. Esta situación, que caracterizaba sobre todo a los países del Tercer Mundo, se hace hoy global. La estructura del comercio se haya igualmente en pleno cambio, con las consecuencias sociales que ello implica para los asalariados: hay una tendencia creciente hacia la venta ajustada de inmediato a una demanda sistemáticamente impuesta por una oferta imperativa. Una brillante muestra de ello es la manipulación del mercado de la telefonía de primera, segunda y tercera generación. ¡El baile de despidos también es prometedor en este ámbito!

Este ataque frontal al destino individual y a la vida colectiva provoca inevitables reacciones espontáneas que recuerdan a las de los trabajadores del siglo XIX frente a los estragos provocados por el naciente capitalismo industrial. Ayer se rompían máquinas; hoy, cuando éstas se hallan diseminadas por el mundo, se destruyen los comercios que venden sus productos. Este movimiento de protesta es una revuelta contra la barbarie rampante de un sistema mercantil que ha escapado al control de los pueblos. Rechaza la mercantilización del mundo, la reducción de todas las esferas de la vida cotidiana a las pulsiones del mercado. Sus manifestaciones de cólera no son más que la fase inicial de una toma de conciencia que debería aumentar y, sobre todo, ganar en madurez. Pues, si bien este movimiento social globalizado que hoy nace de buen augurio, carece, sin embargo, tanto de un proyecto alternativo (¿cómo superar la globalización liberal socializando la riqueza mundial?) como de formas estructuradas de lucha (¿cómo organizar ese rechazo para hacerle irreductible?). La historia de los movimientos sociales de los dos últimos siglos muestra que ningún movimiento social puede lograr sus fines si éstos no se traducen en objetivos políticos claros y posibles. La mediación política es insoslayable. Pero el movimiento contra la globalización liberal no existe ni sindical ni políticamente. Por el contrario, el capitalismo globalizado cuenta con la división de los intereses sociales -todavía no se ha visto a los asalariados de los países que se benefician de las deslocalizaciones apoyar a los de los países a los que ellas abandonan- y utiliza a fondo la ausencia de estrategia sindical transregional e internacional. En cuanto a los partidos políticos, decir que están totalmente fuera de lugar es poco. Fascinados únicamente por la conquista del poder, por el reparto de los cargos, de los privilegios, la mayoría de ellos se han convertido en fieles servidores de este sistema. La crisis que muestra el movimiento contra la globalización liberal es también la crisis de las mediaciones políticas.

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En el fondo, y sea cual sea el modo en que se aborde el problema, caemos en dos interrogantes que las élites políticas se guardan muy mucho de subrayar: ¿cuál es hoy el estatuto de la soberanía ciudadana y, por tanto, del Estado que es su expresión frente al capitalismo globalizado? ¿Cuál es el papel de los partidos políticos frente a la dominación planetaria de la economía? ¿Es en alguna medida eficaz una política desconectada del poder legítimo del Estado por esa economía?

Plantear una cuestión significa resolverla: contrariamente a lo que afirman cotidianamente los legitimadores del liberalismo globalizado, el resurgimiento de movimientos sociales a escala planetaria es un vibrante llamamiento a la acción pública y, por tanto, también estatal, frente a un capitalismo sin trabas. El Estado, sustentado por la voluntad popular organizada, puede oponerse a la dominación del capitalismo globalizado. Representa el derecho frente a un sistema que sólo reconoce la fuerza de la riqueza. Encarna la voluntad de una nación, de pueblos, de grupos sociales, frente a un sistema para el que las naciones, los ciudadanos, son como mucho 'parroquias culturales', individuos aislados, consumidores hechizados por sus mercancías. Hay que decirlo claramente: hoy como nunca, el Estado es el garante del bien público frente al liberalismo desbocado.

Ahora bien, es obligado constatar que el triunfo principal de esta globalización liberal es precisamente tanto la deslegitimación del Estado (para qué serviría si vivimos en la época de 'postnacional') como la sumisión, a menudo cómplice, de las élites políticas, no sólo de derecha sino, además, de izquierda. Realmente se necesita una fe ciega para encontrar una diferencia decisiva entre el liberalismo desbocado de la derecha y el social-liberalismo de cierta socialdemocracia. Uno y otra coinciden en concebir, en el mejor de los casos, al Estado como un servidor de dicha globalización.

Prestar oídos a lo que dicen esas decenas de miles de manifestantes en el mundo es devolver al Estado su vocación de defensor del bien público frente a la actual tendencia a la privatización de los bienes colectivos presionando a los grupos de poder y a los que pretenden acceder a él; es contribuir a un renacimiento de la política desde abajo ofreciendo a los movimientos sociales la posibilidad de existir a través de formas originales de organización. Es también concebir la soberanía popular más allá de un 'soberanismo' estrecho, de repliegue, conservador, tejiendo solidaridades entre las naciones, los pueblos, los grupos sociales a escala regional e internacional.

Pero aún más indispensable es hoy comprender que toda estrategia que sea únicamente 'localista' está destinada a la impotencia. Al liberalismo mundial hay que oponer una acción mundial.

Es terrible que la suerte de siete mil millones de seres humanos dependa únicamente de la lucha, desenfrenada y anárquica, de los capitales por el beneficio a escala mundial. La comunidad internacional debe establecer, a través de la ONU, una estructura mundial de regulación y control de la actividad de las multinacionales, así como impulsar la transparencia de las especulaciones en los mercados financieros. La OMC, el FMI, el BM, son hoy instrumentos de las sociedades transnacionales y de los países más ricos, pero hace unos años ha visto la luz la reivindicación de que, al lado del actual Consejo de Seguridad, se cree un Consejo mundial de seguridad económica, más democrático que aquél, fundamentalmente por contar con una representación más justa de los países pobres. ¿Por qué no hacer de ello una de las grandes reivindicaciones de la UE? Ello nos permitiría que la actual Comisión hable por fin de algo serio, y ejercer un peso efectivo a favor de un comercio mundial más equitativo.

Hay que gravar los enormes beneficios de las multinacionales con unos impuestos apropiados y distribuir prioritariamente lo recaudado entre unos programas mundiales de salud, de desarrollo de infraestructuras de base (agua, carreteras, etcétera) en los países pobres. Hay que poner en marcha el Protocolo de Kyoto sobre el cambio climático. Es inadmisible que, al bloquear su aplicación, la política despreciativa e imperial de Estados Unidos tome como rehenes a la totalidad de los países del planeta para único beneficio de los contaminadores estadounidenses. El pasado 23 de julio en Bonn, Europa cedió inútilmente al chantaje americano. Estados Unidos logró atenuar la lucha contra los Estados contaminadores sin adquirir ningún compromiso frente a las otras obligaciones, puesto que se negó a firmar el acuerdo final.

Se abre una nueva época. Es la civilización humanista la que está en juego frente a la barbarie de rostro mercantil. Es un desafío. Debemos afrontarlo. Y rápidamente, antes de que caigan otros Carlo Giuliani.

Sami Naïr es eurodiputado por el Partido Socialista Francés y profesor invitado en la Universidad Carlos III de Madrid.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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