El hombre del saco
La espiral terrorista de ETA no sólo afecta a sus víctimas: también a sus propios empleados. No estaría mal que el sindicalismo radical se ocupara de las condiciones de trabajo de esos chicos a los que ordenan preparar artefactos tras un cursillo de dos días. ETA es un patrón que no ha aprendido nada de condiciones de seguridad en el trabajo. Mucha tarea por delante para el sindicalismo de LAB.
Olaia Castresana tenía 22 años cuando la bomba que preparaba en Torrevieja le explotó entre las manos. Si grave era su predisposición a matar, aún más trágica resulta su predisposición a morir. A cada uno le impresionan cosas distintas: a unos la deflagración en zona turística de dos kilos de explosivos, a otros nos estremece la prematura edad de una terrorista.
El que escribe se recuerda con 22 años. Todo lo que quedaba por vivir. Las vueltas que ha dado la vida desde entonces. Las vueltas que han dado incluso las opiniones políticas de uno. Olaia se ha privado de toda una vida por practicar un juego estúpido y brutal. Hay algo intrínsecamente sectario en esos etarras cuarentones que juegan con la secular idiocia adolescente, que embaucan a niñatos de instituto y les abocan a la lucha armada. Esos turbios instructores saben cómo utilizar sus armas (incluso las psicológicas) para rentabilizar un estado de ánimo social del que, en el fondo, todos somos responsables: la adulación a los adolescentes, la errónea suposición de que la desinhibición juvenil es una muestra de naturalidad bien entendida, la renuncia a la corrección y a la disciplina, valores impopulares que ya ni los mayores practican ni los jóvenes toleran.
La certidumbre de que los chicos se zafan ya en la infancia de la alta autoridad de sus mayores, la dejación de responsabilidades en casa y en la escuela, abandonan a los jóvenes en un desierto moral donde tienden sus redes los proyectos visionarios. Un entramado de malas amistades, herriko tabernas y sueños patrióticos ha privado a Olaia Castresana de su propia vida, la ha privado de amantes, de atardeceres, de noches, de aventuras, de buenos y no tan buenos (pero fértiles) momentos vitales. Se lo han quitado todo convenciéndola de que merecía la pena que se lo quitara todo a sí misma.
Ahora llega el patetismo de sicarios que convocan en su memoria jornadas de lucha, como si a Olaia aún pudiera importarle algo la independencia de Euskadi o lo que demonios persiga ETA desde antes de que ella naciera. Es curiosa a este respecto la actitud de la izquierda abertzale cada vez que muere uno de los suyos: convierten las calles vascas en un remedo del infierno de Dante. ¿Por qué no se limitarán a lamentar su muerte, con gesto impávido, estatuario, como hacen en los plenos municipales cuando mueren los demás? En su mecánica contabilidad, la muerte de Olaia Castresana debería ser tan sólo 'una consecuencia más de la existencia del conflicto'. Pero en esos momentos no mantienen la lógica implacable que practican cuando los caídos proceden de otras filas, cuando parece que la sangre no les importa lo mismo.
Una vida de veinte y pocos años es aún un proyecto de vida, y todo ha saltado por los aires en cuestión de segundos, como la consecuencia final de una secreta invitación al odio perpetrada hace poco tiempo sobre una niña sin las suficientes lecturas. A Olaia Castresana le quedaban muchas cosas por vivir. A lo largo de los años habrían cambiado muchas cosas. Incluso habría sido posible, como ocurre a veces entre los etarras, que con el tiempo abjurara de su pasado y llegara a convertirse en una feroz constitucionalista. Todo habría sido posible y todo, al final, habría sido perdonable si hubiera servido para tolerar un pasado tan infame. Pero en su caso ya ni siquiera queda a quién perdonar.
En la vida le aguardaban muchas cosas. Todo cambió cuando abrió un manual de instrucción para terroristas bisoños, seguramente en medio de un concierto de aprobaciones y palmadas en el hombro ejecutado por un viejo curtido, una especie de miserable hombre de los caramelos, de lúgubre hombre del saco, dispuesto a secuestrar la conciencia de los niños inocentes que juegan en los parques, en los pórticos de Euskadi.
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