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Suspenso a los políticos

Francesc de Carreras

En las últimas semanas, muchos adolescentes y jóvenes han oído la fastidiosa pregunta de tantos familiares y amigos patosos: 'Qué, cómo han ido las notas?'. Pues bien, si pusiéramos notas a los políticos, me parece que, al menos en este final de curso, la calificación sería un claro suspenso. Y este caso, el suspenso, se generaliza no sólo a los protagonistas de la política española y catalana, sino también a los de la política internacional.

En efecto, es esperpéntica e impresentable la pretensión de autoinvestirse en gobierno mundial de facto de los presidentes de los ocho Estados que se consideran a sí mismos los más ricos de la Tierra. Deberíamos remontarnos a la Edad Media para encontrar un caso de desfachatez semejante. En aquellos tiempos, quien tenía el poder económico -la propiedad de la tierra, en manos de los señores feudales- también detentaba el poder político y decidía sobre la vida, libertad y propiedad de sus súbditos. Precisamente, el Estado moderno fue un intento de disimular el predominio de las fuerzas económicas y crear una instancia algo más neutral que actuara como mediadora entre ciudadanos y grupos sociales sin ser el representante directo de ninguno de ellos.

Un debate de tan bajo nivel sobre los conciertos escolares es, primero, un síntoma más del clientelismo y desgobierno de los que hace más de veinte años que están en el poder, y segundo, de la escasa preparación y calidad profesional de los políticos de la oposición

Justamente fue Marx quien, en su juventud y de forma intelectualmente sugestiva aunque un poco simple, denunció la situación diciendo que el Estado no era más que el comité gestor de los intereses de la burguesía. Con ello apuntaba en la dirección correcta, pero tuvo la desgracia de que algunos de sus discípulos creyeran que aquello era un dogma válido en cualquier circunstancia y situación. Sin embargo, en la práctica las cosas son algo más complicadas de lo que opinan los simplificadores. Pues bien, sería simplificador decir que en la actualidad el G-8 es sólo el comité gestor de los intereses de las compañías multinacionales, aunque tal opinión encierre, sin duda, una buena parte de verdad.

Ante tal situación, el relativamente satisfactorio grado de democracia dentro de los Estados occidentales queda en grave entredicho: ¿discuten previamente los parlamentos y la opinión pública de cada uno de los democráticos Estados del G-8 las decisiones que se toman en citas tan singulares como la reciente de Génova? En caso de no ser así, ¿pueden considerarse democráticas tales decisiones? Si lo que se decide en estas cumbres es importante para el resto de la humanidad, cabe preguntarse cuál es la legitimidad democrática de estos gobiernos al tomar tales decisiones y cómo repercuten tales anomalías en la calidad de las democracias occidentales.

Por ello, el llamado 'movimiento antiglobalizador' -todavía muy contradictorio- es, sin embargo, una esperanza de nuestra vida democrática. Si existe, es porque hay una base social amplia que por lo menos tácitamente lo apoya, y si adopta formas atípicas de lucha política -que en casos de violencia son totalmente rechazables-, es porque sus ideas y proyectos no pueden canalizarse a través de las fuerzas políticas tradicionales ya que, lamentablemente, a éstas no les hace ganar votos explicar a sus electores, entre otras cosas, que el nivel de vida occidental es alto gracias, por ejemplo, a los intereses de la deuda -contraída por dictadores protegidos por Occidente que la utilizaron en beneficio propio y la depositaron en un paraíso fiscal- que los países pobres pagan a la banca de los países ricos. Algo -o mucho- falla ahí en nuestro sistema democrático.

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Pero, afortunadamente, existe en nuestra sociedad un movimiento, en el que predomina la juventud, que considera el sistema económico mundial irracional y discriminatorio. A la dictadura de los mercados financieros -elemento básico de la globalización-, este movimiento opone un orden social basado en valores y principios distintos, más adecuados para que las personas, todas las personas, puedan ser libres e iguales. Ante un futuro que los ingenuos auguraban poco conflictivo, un mero final de la historia, este pensamiento radical, todavía poco depurado, es una reacción lógica a un mundo crecientemente desigual y deshumanizado, que te devuelve el optimismo y te hace creer de nuevo en la capacidad de rebelión de la naturaleza humana.

Ante esta situación mundial, los problemas de nuestro pequeño mundo español y catalán aparecen como nimiedades casi ridículas, pero en todo caso son nuestros problemas específicos más próximos. Ciertos comportamientos de la clase política en las últimas semanas han mostrado la peor cara de la política partidista. Por ejemplo, la forma de intentar nombrar a los miembros de altos órganos del Estado en los que el consenso es necesario ha dado la impresión de que los partidos han procurado más por su intereses propios que por el buen funcionamiento de las instituciones.

Problemas de otro carácter aquejan al escenario político catalán, cada vez más parecido a un balneario de la tercera edad en el que todos son amigos, proceden de la misma clase social, tienen el mismo grado de cultura y profesan la misma religión pero que, como es natural, tienen a veces ciertas envidias y rencillas de poca monta que, en el fondo, les sirven para entretenerse y pasar el rato. Convocar una sesión extraordinaria del Parlament para hacer un debate de tan bajo nivel en un tema como el de los conciertos escolares, medular en nuestro sistema de enseñanza, es, primero, un síntoma más del clientelismo y el desgobierno de los que hace más de veinte años que están en el poder, y segundo, de la escasa preparación y calidad profesional de los políticos de la oposición.

Ante tal panorama, el entusiasmo de la ciudadanía es perfectamente perceptible, y me parece que, si tuvieran ocasión de calificar, el suspenso estaría más que cantado. Dos personas del mundo de la prensa fallecidas en los últimos días quizá nos deberían hacer reflexionar. El periodista Indro Montanelli y la editora del Washington Post, Katherine Graham, han sido dos conservadores razonables y con principios. Yo, si quieren que les diga la verdad, prefiero un conservador liberal que sepa defender con tolerancia y energía sus sólidos principios de siempre a un progresista -si la palabra todavía vale- que sólo pretende ir a la siempre cambiante última moda. Lo peor de los años ochenta no fue el triunfo de las ideas neoliberales, sino el predominio del posmodernismo. Por ahí empezaron los males de la izquierda y quizá hayamos llegado a un giro esperado y necesario.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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