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La bella y la bestia

Hacer una analogía entre la relación del ser humano con el territorio que habita y la de la bestia y la bella del cuento puede parecer un poco exagerado, pero es cierto que en referencia a muchas de nuestras ciudades y a buena parte del litoral español podemos decir, parafraseando a Plauto, que el hombre es un lobo para el territorio. Lo es porque en esta nueva etapa de desarrollismo, cuyo paroxismo final estamos viviendo, el negocio inmobiliario ha primado sobre una construcción sensata del territorio.

En Galicia, por ejemplo, nos rendimos a la evidencia de que la buena arquitectura popular ha sido sustituida en su mayor parte por construcciones de peor calidad material y estética. Zonas que debían ser preservadas por sus cualidades paisajísticas y ambientales se han llenado de edificios diseminados aquí y allá. El paisaje ha sido invadido por el eucalipto y, recientemente, por los aerogeneradores que, aunque producen energía limpia, contaminan por su impacto ambiental. Para poder apreciar la belleza del paisaje urbanizado hay que estar lejos o estar alto, porque no resiste la apreciación próxima; es el hombre el que no está a la altura de la calidad del entorno. En lo que respecta a la acción constructora, han proliferado las urbanizaciones periféricas que son como el tejido de boatiné (¿recuerdan las batas de casa?), formado por celdas estancas, y no como los colchones de aire, con compartimentos conectados donde la presión se equilibra; las infraestructuras van por un lado, y la construcción, por otro. La arquitectura representa quizá un 10% de la construcción; el resto, en su mayor parte, es un torpe ejercicio de estilos seudoclásicos donde proliferan ornamentos y apéndices de estética dudosa, en ostentosos edificios o en casitas adosadas y chalés repetidos hasta el cansancio, donde la innovación tecnológica está ausente. Nunca se ha construido tanto ni ha habido tantas medidas liberalizadoras y, pese a todo, nunca había estado tan alto el precio de la vivienda, lo que indica que la oferta masiva de suelo no es la solución mágica para garantizar el acceso a ella.

Este ramalazo desarrollista es un rebrote del fenómeno iniciado en los años sesenta, que, con altibajos, dura ya cuatro décadas y ha dejado secuelas apreciables. Si feos y mal urbanizados nos parecen los ensanches del periodo predemocrático -cuánto esfuerzo económico y ciudadano ha costado regenerarlos-, feos son también muchos de los actuales. Quizá seamos insensibles, por el momento, a esta fealdad. Incluso puede llegar a gustar, porque en nuestro tejido social y político el criterio estético está condicionado, en mayor o menor medida, por el prestigio del lucro. Pero es indudable que mucho de lo que se construye no pasará a engrosar nuestra cuenta patrimonial, quedará para siempre al margen de los itinerarios turísticos, serán partes de la ciudad que preferiremos ocultar y de las que no podremos sentirnos orgullosos.

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Pese a todo, hay que subrayar el gran avance de la calidad de vida, que en estos años de democracia, de construcción del Estado de las autonomías y de la Unión Europea tiene logros innegables. Nuestras ciudades han sido reformadas y dotadas de equipamientos culturales y deportivos, rondas, parques, auditorios, casas de la cultura. Son muchos los que, aun con dificultades, han tenido acceso a la vivienda. La pregunta es si se hubiera podido hacer con menor coste físico, económico y ambiental, y la respuesta es que sí. Lo que se ha hecho es caro, porque en muchas ocasiones las infraestructuras y servicios llegan detrás de la construcción, y también porque no habrá recursos públicos suficientes para mantener tantas cosas. Enardecidos por la voracidad constructiva, no nos hemos parado a echar las cuentas de lo que va a costar, a corto plazo, el mantenimiento de esas urbanizaciones a campo traviesa y su repercusión sobre el conjunto de ciudadanos en cuanto al coste directo e indirecto de los servicios -limpieza, seguridad, movilidad...-. En definitiva, el interés se ha polarizado en el desarrollo económico, sin tener en cuenta sus consecuencias sobre el territorio. Curiosamente, hemos pasado del planeamiento milimétricamente trazado por la mano pública a seguir las líneas inconexas de crecimiento que marca el mercado: aquí, un híper; allá, un centro de ocio; por el otro lado, una ronda, y así hasta ocupar todo el suelo disponible.

Si bien es justo reconocer que la arquitectura y la urbanización de lo público han salvado la cara la mayoría de las veces, también hay que admitir que en ocasiones se ha pecado por exceso y falta de criterio. Sorprende comprobar, por ejemplo, cómo otros países europeos más ricos han resuelto el encuentro entre el mar y la tierra con senderos peatonales, zonas de estacionamiento controladas, protección de áreas de interés biológico, en lugar de los fastuosos paseos marítimos profusamente alicatados y floridos que flanquean el litoral urbano peninsular.

Si se tiene conciencia de que el problema, en mayor o menor grado, está muy extendido, debe llegarse a la convicción de que es necesario un acuerdo en torno a la construcción del territorio. Un acuerdo no sólo político, sino también ciudadano, profesional, empresarial, en el que el esfuerzo territorial se imponga como pauta a seguir: del mismo modo que los ayuntamientos reciben mayores recursos en proporción al esfuerzo fiscal que realizan, las administraciones, organismos, colectivos que atiendan al interés general en la ordenación del territorio, en la adecuación del planeamiento, en la conservación de los núcleos, en el mantenimiento y promoción del patrimonio, en la innovación tecnológica, en la protección del medio, en la mejora de la calidad de la arquitectura, han de ver reconocido su trabajo y recibir más apoyo efectivo en las inversiones y subvenciones autonómicas, estatales y europeas. Un acuerdo también en cuanto a unos perfiles de planeamiento que puedan ser asumidos mayoritariamente: infraestructuras que sirvan para conectar partes de la ciudad y del territorio, y no sólo para pasar coches; fórmulas que garanticen la calidad y disponibilidad del espacio público; estudios económicos y de impacto del coste real del modelo de ciudad por el que se opta y su repercusión sobre el erario público, la preservación de los espacios naturales y del patrimonio, entre otras cosas.

El nuevo desarrollismo, fruto de la prosperidad, se ha llevado definitivamente por delante la sutileza que, en un mundo más pobre que el actual, caracterizaba la arquitectura y la ordenación popular, y también el sentido cultural de la arquitectura burguesa de encargo. Siempre se podrán aducir razones sociológicas o motivos generacionales, cuasi-antropológicos, para explicar lo que ha sucedido en las últimas décadas, pero parece que en materia de urbanización de la ciudad y del campo podemos sacar la conclusión de que sólo se aprende a base de errores. No se ha perdido la batalla. La bella y la bestia están llamadas a entenderse y, como en el cuento, quizá puedan terminar por amarse. La democracia, que ha conseguido extender el bienestar, tiene ahora que ocuparse de lo físico, del territorio, de nuestra casa colectiva. Y esto va a exigir, ante todo, un esfuerzo educacional.

Xerardo Estévez es arquitecto.

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