_
_
_
_
LA CRÓNICA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mar de color de aceite

Durante el verano casi todo el mundo busca el mar. Josep Pla decía que la fascinanción que el mar ejerce es producto de su extraña mutabilidad: nunca es igual, aunque tampoco nunca propiamente distinto. Nunca se cansaban los antiguos de contemplarlo, ¿verdad? Podían pasar un día entero sentados en una terraza viendo como cambiaban los tonos del agua: las vaporosas gasas matinales, la plata y el oro del mediodía, los azules colmados de la tarde, rosados y átonos colores de las aguas crepusculares. Mirar el mar: ¡vaya arcaico entretenimiento! Felizmente, los tiempos han cambiado y ahora ya nadie pierde el tiempo de esta manera. Los bañistas, al menos. El agua playera adquiere estos días un estado entre gelatinoso y cocido. Plásticos, plumas y colillas, confusos engrudos y líquidos no solubles se mezclan con los niños espumeantes y sus pacientes mamás, con los ancianos de lenta brazada, con los jóvenes impetuosos, con los cuarentones, con la chica que avanza en soledad hacia inciertas lejanías. La natación, en estas aguas soperas, exige menos tensión muscular que mental: obliga a asumir con cierta melancolía las dificultades de la vida social. Cierto es que, pensando en nadar, muchos prefieren el orden lineal de las piscinas de invierno. Pero el invierno place únicamente a los solitarios: las playas están vacías y el mar sólo huele a salitre. En cambio, en verano los olores son más variados; ahí está el vigoroso perfume de las cremas solares o el penetrante efluvio de la gasolina.

Pronto se hará realidad el sueño de una gran corona de cemento uniformando de Norte a Sur la costa

La reluciente gasolina que flota por las aguas es la suciedad más decorativa de las playas modernas. Unas playas caracteritzadas por la hormigueante presencia de barcas y motos runruneando a gran velocidad por puro placer de privatizar las olas, por puro deber de marcar el territorio vacacional con los orines del aceite. Los motores acuáticos son el hilo musical de los veranos costeros. Música de modernos motores que libera a todos los que veranean en la playa del anticuado ruido del oleaje. Lanchas, fuerabordas, yates y falsas barcas de pesca ocupan las aguas, retumban en los oídos de los bañistas y campan por sus fueros entre los aplausos de las administraciones. Gracias, precisamente, a la incansable labor de las administraciones, los atractivos diseños de los puertos llamados deportivos están sustituyendo a gran velocidad a las obsoletas formas naturales de la costa. En efecto, para construir estos puertos se han reconvertido los ángulos más agudos de las playas en fabulosos diques de cemento, se ha perforado el himen de las calas recoletas y se han obturado horizontes marinos con portentosas visiones de cemento (como sucede en L'Estartit: las is,las Medes parecen no emerger ya del agua sino, ¡por fin!, de fenomenales diques). El litoral entero está siendo tapiado para favorecer unos medios de locomoción de gran utilidad social; son embarcaciones que se usan, por lo menos, un par de meses al año.

A pesar del empeño, sin embargo, parece ser que todavía existen zonas tontamente virginales, calas sin yates y golfos estúpidamente vacíos. No deberían sufrir, amigos, por este retraso. Cada año, sin falta, algún ayuntamiento costero recuerda la necesidad de promover un caritativo destrozo, una nueva inyección de cemento para decorar una costa desierta. Cada año, sin falta, se inaugura un nuevo puerto. O por lo menos se intenta. Pronto las más lejanas calas dejarán de recordarnos los tiempos improductivos, pronto se hará realidad el sueño de una gran corona de cemento uniformando de norte a sur la costa. Ningún municipio costero se librará de esta bendita aportación de la modernidad, infatigable creadora de riqueza.

Y por si alguien lo duda, he ahí la infinidad de lanchas, barcas y pequeños yates que, en una saludable demostración de la fortaleza de nuestra economía, pueblan las playas más populosas en cuanto llega el tiempo de los baños. Si durante el invierno una playa tiene un determinado perímetro, en verano debe reducirlo para dar cabida a unos amarres de quita y pon. Las autoridades los colocan con gran entusiasmo, parcelando un espacio acuático que tiempo atrás pertenecía en exclusiva a los bañistas. En los primeros años que esto sucedía, algunos bañistas protestaban. Hay que decir, en honor a la verdad, que a medida que pasan los años, estas penosas actitudes han desaparecido; los bañistas están más formados y han comprendido que una buena mezcla de aceite y gasolina es lo más apropiado para convertir un baño de mar en un saludable ejercicio de economia moderna.

No es extraño, pues, que el olor de gasolina se haya convertido en el mejor reclamo playero. Vean lo que ha pasado en la preciosa bahía de Port Lligat, junto a la mismísima playa de Dalí, en el municipio de Cadaqués. Dalí la consideraba 'el lugar más bello del mundo'; es una bahía profunda, rodeada de la oscura geología del Cap de Creus, y cerrada en su frente marino por una pequeña isla que, como el nombre Port Lligat indica, protege la bahía o el puerto natural de los temporales. Pues bien. Este paradisiaco lugar era una especie de pocilga. Los hippies habían colonizado la pequeña isla y pasaban el verano escandalizando a turistas, veraneantes y locales con sus cochambrosas vestimentas y su dudosa higiene. Este improductivo colonialismo provocó santa indignación. Y la isla fue desafectada de hippies. Ahora la bahía es un coqueto emporio turístico y, naturalmente, centenares de embarcaciones de recreo fondean en sus aguas. Pronto el Ayuntamiento de Cadaqués conseguirá convertirla en un puerto como Dios manda. No ceja en el empeño. Años atrás, los hippies se lavaban en el mar y su actitud provocaba grandes protestas. Ahora, entre los aplausos de todo el mundo, las aguas hieden a petróleo y los aceites de los motores pringan tenazmente las aguas y brillan bajo el sol.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_