Barcelona es Hollywood
El alcalde de Barcelona, Joan Clos, señalaba hace poco 'el desarrollo del espíritu crítico de la población' como uno de los necesarios logros de esa ciutat del coneixement que impulsa el Ayuntamiento. Dejo aparte la reflexión -no menor- de que acaso, según el alcalde, a los barceloneses nos falta espíritu crítico.
Pero no se me asusten, que no voy a hacer en este modesto espacio ninguna crónica política sobre ese saco de buenas intenciones que han dado en llamar ciutat del coneixement; antes, al contrario, voy a tratar de que un asunto para insiders -es decir, para los cuatro gatos de la oficialidad- salga un poco de sí mismo. Ya sé que es un ejercicio de los que no se perdonan, porque ¿y si algún día acabamos entendiendo qué es esto de la ciutat del coneixement o el 2004 o qué papel tiene el Gran Acebillo -alarife en misión non stop- en esta plaga de las obras de las calles?
Esta es una ciudad en la que todo requiere sus preámbulos, si uno no quiere ser malinterpretado, cosa, aun así, nunca garantizada. Ahí va el segundo: en esta ciudad los próceres, sean o no democráticos, consideran elegante la oscuridad, la media palabra, el sobreentendido, la jerga para expertos: hablar, en suma, para un selecto grupo de iniciados, en preferencia hombres. Así creen conjurar la horrible sensación de que los ciudadanos siempre acaban sabiendo más que ellos, cosa generalmente cierta pero tan incómoda que, para evitarla, suelen llamar a algún experto en futuribles para que vuelva a oscurecer lo diáfano.
¿Y qué es lo diáfano?, pues básicamente que hay recurrentes, interminables, obras en las calles, que los ciudadanos tienen infinita paciencia, y que, en general, la crítica al magnífico y progresista Ayuntamiento de la ciudad de Barcelona está muy mal vista, tan mal vista que, casi, parece prohibida. Lo diáfano es, por ejemplo, que, aunque no hay elecciones municipales inmediatas, el señor Clos (al que he votado) se la juega aún sin oposición: a veces los ciudadanos memorizan como locos, sobre todo cuando se exigen dosis sobrehumanas de paciencia. ¿Será eso la ciutat del coneixement? ¿Serán las obras un modelo de búsqueda de coneixement?
Tengo que confesar, inmediatamente, mi tendenciosidad, mi mea culpa: vivo en el trozo maldito de una calle perversa, la Gran Via de Carlos III, en un barrio de presuntos ricos, para más inri. Desde hace 30 años he gozado, pues, de un continuo venir a menos: pasar de rambla a autopista sin ninguna posibilidad de ser cubierta, y de eso a ser pasto preferido de bulldozers que buscan el 2004 bajo mi ventana. Otro estaría contento, pero yo no. Mea culpa. No hace ni medio año que el pobre teniente de alcalde Antoni Santiburcio inauguró la magna obra que lleva casi dos semanas de nuevo abierta. Nadie sabe cuándo acabarán las obras. Y nadie cree las explicaciones -vagas- que se dan. Esta es la actual ciutat del coneixement: no sabe, no contesta. Mientras, los ciudadanos, indiferentes, pagamos vados inutilizados y recibimos fastuosos folletos sobre sostenibilitat, coneixement y grandeur en el 2004.
¿Es mi caso el único en la ciudad? ¿Me impide mi obcecación ser un espíritu crítico de esos que reclama Clos? Soy culpable: aún distingo entre la gimnasia de Bohigas y la magnesia de Acebillo. Aún tengo que pensar si el norte es Llobregat o Besòs. Pero estas matizaciones sobran, somos dinosaurios que extinguir en la marea de la indiferencia. Ahora se lleva el tipo Caminal -el Tom Cruise de la política municipal, para los no iniciados-, un señor capaz de sortear incólume un incendio en el Liceo y volver a programar ópera, o trabajar para la Generalitat o el Barça, siempre quedando bien con la oposición; o sea, lo mismo que hacen las máquinas en mi calle: trabajar por el coneixement. Esto es Hollywood, no Barcelona. Este es el nuevo espíritu crítico. Ya era hora.
Margarita Rivière es periodista.
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