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EMPIEZA EL FESTIVAL DE SALZBURGO
Columna
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'Ombra Felice'

Me gusta emprender cometidos importantes, como a Parsifal, intrépido, por inexperto, en los ritos de los guardianes del Grial. Como flamenco que soy, me gusta además nombrar las cosas por su nombre y 'me topo en el vuelo con lo que vuela', y a veces con algún que otro cisne sagrado. Las albondiguillas de Salzburgo, nockerln, nunca me han gustado, el vestir llamativamente con trajes tradicionales siempre me pareció sospechoso, y con el cierre de los restaurantes condicionado por el personal me pasaba tres cuartos de lo mismo. Pero de eso se derivaron los temas más importantes durante la preparación de mi primera estación del festival. Cuando luego intenté aclarar en una conferencia de prensa por qué quería representar en una temporada Desde la casa de los muertos y San Francisco de Asís, mis tímidas observaciones teatrales fueron descartadas de un plumazo por el primus inter pares de la prensa vienesa, Karl Löbl, con la frase de que eso a nadie le interesa. Lo único que la gente quería saber era 'cuándo, qué y quién cantaba y actuaba'. Era el comienzo de mi periodo de prueba.

La estimación equivocada de las tareas del arte y del concepto de belleza podría conducir a un Gobierno que despacharía el arte como una cosa privada y que querría vigilar a los artistas

La polémica, al parecer carente de sentido, con palabras cuyos contenidos se habían vuelto huecos, resultó a la postre ser necesaria para emprender el cambio de rumbo que entretanto se había producido. No sólo se me obligó a formular las preguntas de otro modo, sino también a revisar puntos de vista y, en última instancia, a corregirlos.

No sólo han cambiado los festivales. También yo he vivido una evolución sustancial, y abandono por tanto la ciudad no con rabia, como algunos desearían, sino con nuevos conocimientos que influirán fuertemente en mis proyectos futuros. Puesto que la transmisión del llamado canon clásico no sólo necesita siempre de nuevos intérpretes, sino también de nuevos locales; puesto que el dogma de la intangibilidad de la obra ya no tiene validez y puede romperse tanto en la interpretación como en la forma, y puesto que la pedante negación de una así llamada cultura popular (que no populista), a menudo surgida de la resistencia, no puede salir bien, esta cultura tiene que integrarse, por el contrario, en nuestra vivencia del arte. La interacción entre las tareas predeterminadas y los propios objetivos, entre la sagrada tradición (a veces anquilosada) y la propia voluntad de renovación (a veces pretenciosa), entre el convencimiento fáustico y el cuestionamiento mefistofélico, garantiza una evolución fiel a su tiempo de las instituciones, pero también de aquellos que las dirigen.

Éste es también el motivo por el cual algunas instituciones deberían renovarse (como mucho a los diez años) para no caer en la tentación de responder a cuestiones complicadas con trucos de la rutina.

Como ya planteó Hugo von Hofmannsthal para los festivales de Salzburgo, ¿se convirtieron en algún momento la razón y la tarea en tradición? La llamada ideología de Hofmannsthal fue una carrera de obstáculos entre ambiciones contradictorias y su puesta en práctica en el programa; entre el arte sacralizado y el teatro como espectáculo festivo y placentero; entre la 'raíz bávaro-austriaca' superestilizada por Hofmannstahl y la preocupación de Lilli Lehmann por un Mozart de Salzburgo; entre la necesidad vienesa de colonización y la autosuficiencia de Salzburgo; entre Richard Strauss y Bernhard Paumgartner; entre los sueños de una ciudad como escenario y la falta de miras clerical.

Como en la Revolución Francesa y en el Guillermo Tell de Schiller, el 'pueblo', el 'pueblo como nación', se subió a las banderas, por lo que se aterrizó más bien en los juegos de pasión de Oberammergau que en la Noche de Fígaro.

A pesar de la nostalgia austriaca de tipo bávaro y de la pretendida restauración barroca con ayuda de Calderón y de Grillparzer, el Don Pascual de Donizetti apareció ya en el programa del festival de 1925. Una ópera que nada tenía que ver con el concepto de 'garantizar el instinto originario del linaje bávaro-austriaco', sino con el gusto del público. Karl Kraus publicó un artículo al respecto con el título Del vértigo del gran teatro mundial.

Aunque los programas pronto se convirtieron en un campo de juego para los directores de orquesta, la ideología restauradora de Hofmannsthal tuvo repercusiones sobre todo en la relevancia de los festivales de Salzburgo en el marco cultural europeo, hasta el estreno cancelado de El amor de Dánae, poco antes de que finalizara la II Guerra Mundial. En estos primeros 20 años, la modernidad no tuvo lugar en Salzburgo. Richard Strauss llegó a Salzburgo, mientras que Arnold Schönberg tuvo que desviarse hacia Berlín. De Stravinski, cuyo Sacre du printemps ya se había estrenado ocho años antes de que se establecieran los festivales de Salzburgo, sólo se representó El pájaro de fuego hasta la II Guerra Mundial. André Breton y el surrealismo francés, así como el constructivismo ruso, fueron ignorados; Wozzeck y Lulu de Alban Berg fueron estrenados en Berlín y Zúrich. Para muchos artistas cuyas obras pronto fueron catalogadas como 'arte degenerado' y aun hoy se denominan 'creaciones de cerebros enfermos', no había ningún camino que les condujera a la ciudad de los festivales. Oscar Kokoshka se quedó prácticamente solo allí, y a Antonin Artaud se le habría tomado como al diablo en persona.

Desde esta perspectiva, el periodo en el que Gottfried von Einem se encargó de la dirección artística -en colaboración con Oscar Fritz Schuh, Caspar Neher y Rolf Liebermann- parece todavía más brillante. Que Einem fracasaría en su ópera prima de Wozzeck y en su intención de traer a Bertolt Brecht a Salzburgo como director de representación -lo cual fue una ocurrencia genial- lo confirmaron la necesidad de restauración, instaurada por Hofmannsthal, de los festivales de Salzburgo y la incapacidad de una gran parte de la comunidad política de ese país para comprender la tarea político-cultural y el impacto internacional de estos festivales.

Peter Sellars, que configuró conmigo de forma intensa mi primer programa de representaciones de ópera, siempre me había advertido de ello, y se fue volviendo cada vez más claro después de estudiar libros como Meaning of the Salzburg Festival (Significado del Festival de Salzburgo), de Michael Steinbergs; Das Geniale und das Gemeine (Lo genial y lo común), de Joaquín Roedls, y las publicaciones de Pia Jankes sobre Hofmannsthal.

Después del verano del festival de 1995, me esforcé intensamente en negar la ideología de Hofmannsthal y en contradecirla públicamente. El presidente de la República, Thomas Klestil, lo detectó, y en su discurso de 1999 intentó resucitar el espíritu de Hofmannstahl: Salzburgo como el espacio anímico que une el pasado con el presente, y que incluye lo festivo. Pero tiene que excluirse lo oscuro, la falta de esperanza de recuperación, lo habitual interiormente, lo completamente inconsagrado. Todavía no se habían percatado de que la estimación equivocada de las tareas del arte y del concepto de belleza podría conducir a un Gobierno que despacharía el arte como una cosa privada y que querría vigilar a los artistas, por considerarlos como enemigos naturales.

Con todo, los festivales (pensados como lugar de protección y curación) se convirtieron en los años noventa en el lugar de las rupturas y del enfrentamiento.

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