Casa de comida
Ya no habrá muchas casas de comida en Barcelona, porque sólo queda una en la Barceloneta, en la calle Balvard. Una sola, de las antiguas, de aquéllas donde los vecinos no sólo van a comer sino a encontrarse, a conversar, a contar pequeñas y fantásticas proezas del héroe día, o las villanías que hará el rival de marras, si Dios lo permite. No tiene publicidad y ni siquiera un aviso que la anuncie, pero hay un público -casi una cofradía- que sabe dónde está El Maño. La comida podría ser el gancho porque se sirve un pescado a todo dar -del azul que se pesca por la noche con luz brillante, y del blanco que cae en las redes de arrastre- fresco y oloroso a profundidad. No se les puede pedir más a unas gambas, a unos calamares, a un bacalao, platos todos que no tienen título porque se bastan con un genérico y seductor 'A la casa'.
Aquí no se viene sólo a comer, sino a reunirse, a conversar, a contar pequeñas y fantásticas proezas
Pero no sólo de pescado viven los clientes, más bien comensales, de la Casa de Comida que hoy es de Bernardo -un viejo nacido en Cirat, Castellón de la Plana- sino también de una estupenda butifarra, unas costillas de cordero, unas verduras asadas. El viejo emigró a Cataluña cuando una riada del Ebro se llevó en 1957 la finca de sus padres entera, con sus cultivos de trigo, judías y patatas, su casa y ahogó a un sobrino. Todo quedó como si hubiera pasado la guerra que no pasó por ahí, y que tampoco Bernardo vivió porque se terminó antes de que la Quinta del Biberón, donde fue reclutado, alcanzara a combatir aquella vez. Llegaron a Cataluña sin saber de comida más que comérsela, pero la vida impone sus condiciones y los inmigrantes comenzaron a hacerle carantoñas al Bar del Maño, que por aquellos días de penumbra y ruina, estaba en una irreversible decadencia. Las carantoñas terminaron en negocio y en la transformación del antiguo bar en Casa de Comida. Por respeto al antiguo propietario, el nuevo no quiso cambiar el nombre ni colocar un letrero que anunciara que El Maño había dejado de ser un bar.
Hoy trabaja toda la familia: el abuelo, los hijos e hijas, y sus cónyuges, y los nietos. Parecería que casarse con un descendiente de Bernardo -el Yayo- supone la aceptación de trabajar en el negocio desde las siete de la mañana, cuando comienza la faena alistando el pescado, recibiendo las verduras y frutas, reembotellando el vino de Gandesa que todavía se sirve en porrón, hasta las doce de la noche, cuando cierran, sin que sobre ni una sardina en las neveras, unas neveras revestidas en madera de cedro que cierran con una precisión y una suavidad de escotilla de un submarino. Es un trabajo que sólo se interrumpe en agosto cuando toda la familia regresa a Cirat durante un mes, para no olvidar lo que es una cosecha de naranjas y un corral de gallinas.
Hay que decir que por buena y fresca que sea la comida preparada por las nueras de Bernardo, lo mejor, lo más clásico y auténtico son los clientes; viejos conocidos entre sí, que llegan al Maño como a la casa, cada cual con la singularidad que lo distingue. El primer cliente se acerca antes de que Berna, el hijo mayor, abra las puertas. Se sienta y sin que la plancha se haya calentado pide un plato de sardinas y un anís; es un viejo jubilado que trabajó en La Maquinista. Más tarde, a la hora de comer, llegan todos: el Curro, un andaluz que se divierte a su aire y que transmite una alegría contagiosa; una mujer mayor que marca las estaciones en sus vestidos con una precisión encantadora: tonos oscuros en el invierno; estampados con flores en primavera: ocres en otoño, y zapatillas de tenis en verano; se recoge con suavidad el pelo atrás, se pinta los labios de rosado discreto, y come solemnemente. Contrasta su figura con un hombre rudo que usa camiseta aun en invierno y que no tiene pelos en la lengua -ni en la cabeza- y que ocupa varios espacios esté donde esté. Llegan gitanos, a veces tristes, a veces alegres como panderetas; algún turista extraviado, y un par de pijos que ahorra en duros. A la hora de comer, de la casa del Maño sale un murmullo alborotado, lleno de vida, que ha pasado de mesa en mesa recogiendo las conversaciones que se traban entre todos y el gusto con que se come en mesas comunes. Porque quizás ésa sea la más fina virtud del lugar: se habla, se cuenta, no hay ese falso respeto hacia la individualidad del otro que se respira en los restaurantes donde se suele ir casi sólo a comer. No, aquí se departe y se comparte, se crea un alma colectiva que tiene algo de castell y algo de sardana, y mucho de la Cataluña que se está diluyendo. Se comparte el vino, se divide el pan con la mano, algunos clientes entran en la cocina y se sirven lo que les apetece; no es excepcional que alguien reciba una llamada al fijo, y que a un cliente habitual que amaneció enfermo, Marisa, una de las nietas, le lleve la comida -con porrón incluido- hasta la propia cama. Berna y Pepe, los meseros, que conocen a cada comensal en sus mínimos gustos y mañas, que a veces son sicólogos que interpretan y a veces sicoanalistas que más que pedidos oyen quejas, tienen una memoria fabulosa, y en la caja se acuerdan de cada cosa que se pidió, en orden, y van apuntado cifras en una tira de papel larga, cortada al efecto, hasta que trazan una raya, soplan la punta del lápiz y suman a una velocidad de ordenador. Maripili, la nieta consentida del Yayo, cobra y sirve el café. No ha habido nunca un reclamo por equivocación. No hay reclamos de nada, allá, en la Casa de Comida de El Maño, se va a vivir un rato de felicidad, que es la única forma de existencia que ella conoce.
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