La sanidad y los misterios
La sanidad pública es una materia de gobierno misteriosa. Su administración se percibe unas veces en forma de angustia y otras de júbilo. Los pacientes que atestan los centros de salud, y que aguardan con paciencia un largo turno para que el médico les dedique, apenas sin levantar la cabeza del recetario, el minuto y pico de promedio que les corresponde estadísticamente a su enfermedad, entran en la consulta cargados de un fresco escepticismo sobre el funcionamiento de la sanidad que les impide caer en la desesperación. De esta manera resisten sin mayor escándalo el examen a vuelapluma y el diagnóstico de caligrafía indescifrable.
Pero cuando el organismo incurre no ya en un desajuste grave sino en uno de esas enfermedades estacionales que se resuelven en un piélago de lágrimas y estornudos causados por los pólenes de las plantas más diversas, la resignación cede ante la cólera de los dos años de espera inevitables para que el médico examine esa extraña propensión.
La hospitalización ya es caso aparte. Soy asiduo lector de las cartas de agradecimiento que los familiares de los pacientes suelen remitir a la sección de cartas al director de los diarios de provincias donde relatan minuciosamente el comportamiento intachable del médico zutano y la enfermera doña Paquita que tanto cuidó a nuestro padre. Todo muy bien salvo que el padre, en el 90% de los casos, acabó muriendo sin que nadie lo pudiera evitar: ley de vida.
En Sevilla se dio el caso contrario: un enfermo atacado por una crisis violenta murió a cincuenta metros de la puerta del hospital porque los médicos alegaron que no estaban autorizados a abandonar sus puestos de trabajo.
Ahora bien, nadie puede disputar a los sanitarios públicos de Armilla (Granada) su celo después de que, la semana pasada, confirmaran a primera vista y llenos de estupor la muerte de un muñeco que una vecina había encontrado inerte (en realidad temblaba como un pastel de gelatina y esta circunstancia reafirmó paradójicamente su calidad humana) en el escalón de un portal.
La caridad y el deber público funcionaron con exquisita precisión. La vecina encontró el muñeco con aspecto de feto, lo depositó en una caja como explican en los cursos de socorrismo, lo llevó de inmediato a los médicos quienes tras ver cómo movía las manitas y el cráneo dieron aviso a la Guardia Civil que, a su vez, lo comunicó al juzgado que autorizó su traslado al Instituto Anatómico Forense para practicarle la autopsia dando tiempo a las autoridades policiales para que indagaran el paradero de la desalmada madre del muñeco.
La confusión, por más que haya despertado hilaridad, es una prueba del funcionamiento eficaz de los servicios sanitarios no sólo con los afiliados a la seguridad pública sino con los muñecos abandonados en los suburbios de las ciudades, con los ojos huecos y desmembrados.
Continuando esta lógica misteriosa de la sanidad, quizá el próximo caso corresponderá a un paciente expulsado de la sala de urgencias porque, mudo de perplejidad, no pudo demostrar que no era un muñeco.
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