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Tribuna:
Tribuna
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Universidad, meritocracia y mercado

Yo no sé si la nueva Ley Universitaria dará buenos resultados; pero nadie negará que ha provocado debate, lo cual es ya bueno en sí mismo, porque indica, primero, que el tema interesa, y segundo, que no se dan ya el conformismo o la desesperanza que tan típicos eran años atrás. Hoy somos muchos los que pensamos que, por mal que estén las cosas, un enderezamiento es posible.

La Universidad es un tema complejo, donde se mezclan lo público y lo privado, la ideología y la ciencia, el desinterés y el afán de lucro, las relaciones intergeneracionales, la tradición y el futuro, la autoridad y la igualdad. Todos los problemas están imbricados, y las soluciones parciales pueden ser contraproducentes por sus efectos colaterales. Sin embargo, ha sido el problema de cómo deban gobernarse las universidades el que más se ha discutido, y a él han dedicado un meditado artículo en estas páginas (6 de julio de 2001) los profesores Juan Urrutia y Aurelia Modrego (de ahora en adelante, UyM). En él se sostiene que, frente al gobierno meritocrático propuesto en una carta abierta a la ministra de Educación (publicada también en EL PAÍS, 9 de junio de 2001) firmada por más de 300 profesores -hoy son ya más de 500-, entre los que me cuento, y la posición más bien irreductible de la Conferencia de Rectores, existe una tercera postura que podríamos llamar 'liberal', en cuanto propugna que las universidades compitan, para lo que 'hace falta dejar de hacer y dejar hacer'.

Coincido mucho con UyM; en especial, creo que invocar la tan cacareada autonomía universitaria, como hacen los rectores para justificar el inmovilismo y el compadreo, es, como dicen UyM, 'revestirse de grandes principios para justificar la miopía propia'. A este respecto vale la pena citar las palabras proféticas de Unamuno en las Cortes de la República: 'Llevo cuarenta años de profesor y sé lo que serían la mayor parte de nuestras universidades si se las dejara en plena autonomía y cómo se convertirían en cotos cerrados para cerrar el paso a los forasteros'. Pero lo que alarmaba a Unamuno no les parece mal a los rectores de hoy. La Universidad endogámica va bien, nos dicen, y la prueba es que nosotros estamos aquí: ¿cómo puede pensarse que va mal, si nos ha elegido? Bien señalan UyM que esto revela entrega a 'intereses corporativos y pereza institucional'.

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También se proponen UyM 'criticar la iniciativa de Tortella'; es decir, de la carta abierta suscrita por varios centenares de profesores, muchos de ellos con mayores méritos que yo. Su crítica está bien fundada (escribo, por supuesto, en nombre propio exclusivamente). Los mejores investigadores pueden no ser los mejores gestores, incluso es probable que no lo sean. Pero si exigimos una cierta ejecutoria científica a los gestores universitarios estamos al menos requiriendo de ellos una cierta sensibilidad hacia cuestiones profesionales hoy relegadas por los equipos rectorales; no se pide que sean los mejores investigadores los que administren las universidades: muy probablemente, además, no querrán hacerlo; pero demandamos una mínima ejecutoria que por lo menos garantice una solvencia profesional y justifique un respeto que hoy brillan por su ausencia en la mayoría de los casos.

En cuanto a la competencia entre universidades, el tema es más complejo de lo que admiten UyM. Sin duda tienen en mente el modelo de Estados Unidos, tan justamente admirado. Pero creer que simplemente no haciendo nada, dejando hacer, vamos a tener aquí unas versiones ibéricas de Harvard, Yale, Chicago, Princeton y Stanford compitiendo entre sí, me parece tan ingenuo como lo que me dijo en tiempos de la LRU un director general, sociólogo brillante y columnista de este periódico: 'Vamos a hacer que compitan las universidades, y las malas se van a hundir'. Dieciocho años más tarde, las malas no sólo no se han hundido, sino que se han multiplicado por tres. Esperar que un grupo de universidades subvencionadas por las comunidades autónomas vayan a competir entre sí, a disputarse los mejores profesores y los alumnos descollantes, es de un candor encomiable, pero quizá excesivo en un científico social. La justa y sombría prognosis de Unamuno parece mucho más verosímil.

Y es que la transición al mercado no es tan sencilla como pensaban los redactores de la LRU y como parecen pensar UyM. Si no se calibra bien el camino a recorrer, y se hacen las cosas a medias, como hizo la LRU, en lugar del modelo de mercado norteamericano nos encontraremos con el ruso. Los rusos también pensaron que la transición al mercado podía hacerse al buen tuntún, de manera embarullada e incompleta, y que la competencia era una planta que crecía espontáneamente. Lo que siguió fue un pillaje de lo público por lo privado de dimensiones colosales. Esto es un poco lo que ha ocurrido en la Universidad española en los últimos decenios. Bienvenida sea la competencia entre universidades: pero meditemos bien cómo llegar a ella, porque el optimismo irreflexivo ya nos ha hecho dar un buen traspiés. El camino que queda por recorrer en España hasta el libre mercado universitario es largo y está lleno de obstáculos. Es dudoso que la clave esté en la mecánica del gobierno académico.

En realidad, lo importante no es legislar cómo deban gobernarse las universidades, incurriendo una vez más en la manía normativa tan española, sino idear un sistema de estímulos que premie a las bien gobernadas y penalice a las mediocres. Sin menoscabo de la sacrosanta autonomía, se puede subvencionar con generosidad a aquellos grupos, departamentos o facultades que muestren ejecutorias sobresalientes, según evaluaciones objetivas por agencias independientes. Esto es posible, y en España se han hecho ya experiencias serias de este tipo, que vale la pena extender y ahondar. 'Dejar de hacer y dejar hacer', como quieren UyM; pero premiando la excelencia. Hasta ahora, en España, la financiación pública ha anulado los efectos optimizadores del mercado. Instituyamos mecanismos por los que no sólo no los anule, sino que los refuerce. La estructura de gobierno de las universidades será entonces una cuestión secundaria.

Gabriel Tortella es catedrático en la Universidad de Alcalá.

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