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Tribuna
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Bajo la luz de gas

Javier Marías

La gente está muy sumisa y bastante adocenada, trabaja demasiado y sobre todo teme excesivamente por su precario trabajo, tan fácil y barato es hoy el despido, tan aterrorizados viven los empleados, que hacen horas extras sin osar pedir retribución por ellas, que a menudo delatan o conspiran contra sus compañeros por miedo a que sean éstos quienes los delaten o conspiren antes, que adulan a sus jefes con servilismo aunque éstos les repugnen y sean permanentemente abusivos, inmorales o injustos, que renuncian sin rechistar apenas a logros laborales obtenidos con desmedida lentitud y esfuerzo a lo largo de todo un siglo, que cargan con las culpas de la incompetencia o descuido de sus superiores y les regalan -por supuesto, con aplauso incluido- sus propias ideas e iniciativas. No hace falta decir que hablo en términos generales y que por tanto habrá mil excepciones y que seré por fuerza impreciso. Pero la caída del muro de Berlín fue tal vez estupenda para quienes vivían del lado Este. Para los que habitaban este otro, el del Oeste, fue un desastre: la caída del simbólico muro de contención ante la propensión natural del capitalismo más bestia a aproximar sus modelos, lo más posible, al gran y viejo negocio del esclavismo, sin duda uno de los más rentables de la historia, desde las pirámides hasta la todavía añorada Dixieland.

Los que gobiernan, así, se confían, y como nadie los detiene ni frena -no con un mínimo de eficacia, qué se hizo de los sindicatos-, van siempre a más, y a más, y a más, hasta que un día algo estalle. No será, seguro, ni mañana ni pasado ni al otro, y esos gobernantes (por tales no entiendo sólo a los políticos, sino a cuantos rigen y mandan, a los poderosos, a los empresarios y a los obispos, a los banqueros y a los funcionarios, a los influyentes) aún están a tiempo, si no de rectificar el rumbo -sería mucho esperar milagros-, al menos sí de refrenarse un poco y amainar en su despotismo. O quizá la palabra más adecuada sea desprecio. Porque ya llevan tiempo incurriendo en algo que sin duda les parece moneda corriente, de tan gastado, pero que en mi opinión supone uno de los mayores desprecios que pueden hacerse a la gente, y en consecuencia uno de los más peligrosos. Consiste en lo que se conoce como negar la evidencia, así como en su figura complementaria o más bien equivalente, afirmar lo notoriamente falso, o sostener lo insostenible.

Es algo que las dictaduras, bien lo sabemos, llevan a cabo sistemática e impunemente; pero como ya se cuenta con ello y no hay afirmación pública posible de esas evidencias negadas, el efecto es menos irritante, menos exasperante que en una democracia (también porque la exasperación la provocan otras causas más graves). En una dictadura se sabe que la verdad ha de permanecer oculta o a lo sumo susurrada, y, en el fondo, la mentira oficial no aspira a ser creída ni aceptada, pues le basta con ser impuesta por las bravas, y con el fingimiento acordado. No hay, por tanto, verdadera tensión entre ambas -verdad y mentira-, y la negación de las evidencias se da tan por descontada que no enfurece; es otra cosa. En una democracia sí enfurece, porque la verdad aspira a no estar oculta, sino a manifestarse y a ser reconocida como tal, y, por así decir, existe la presuposición -tal vez errónea, pero existe- de que todas las 'verdades' parten en principio en igualdad de condiciones, la del empresario y la de los obreros, la del político y la de los ciudadanos comunes, la del Estado y la de sus contribuyentes, la del jefe y la de sus empleados. Y la población necesita que sus quejas, problemas, carencias, protestas, aspiraciones o injusticias padecidas se reconozcan al menos, sobre todo cuando son evidentes y no caprichosas ni imaginarias. No importa tanto que se atiendan o arreglen o colmen o reparen -cosa que se promete a menudo y casi nunca se cumple, y a eso está acostumbrada la gente, pese a todo- cuanto que su existencia real sea admitida por parte de los gobernantes y poderosos.

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No hacerlo, no admitir eso, supone ese enorme desprecio que mencioné antes, pero constituye además un insulto: equivale a tachar de locos al conjunto de los ciudadanos, de disparatados, de grillados, de idiotas. Cuantos hoy niegan las evidencias con gran aplomo y mayor cinismo deben de estar acostumbrados a hacer lo mismo en sus asuntos particulares. Es, más o menos, lo que en el lenguaje coloquial llamamos 'hacer luz de gas' a alguien, como hacía Charles Boyer con Ingrid Bergman en la célebre película de George Cukor, Gaslight, de donde proviene la expresión ya consagrada en castellano. A saber, persuadir a una persona de que su percepción de la realidad, de los hechos y de las relaciones personales, está equivocada y es engañosa para ella misma. Negarle que lo ocurrido y presenciado haya ocurrido; convencerla de que en cambio hizo o dijo lo que no hizo ni dijo; acusarla de haber olvidado lo efectivamente acaecido; de inventarse problemas y sucumbir a sus suspicacias; de ser involuntariamente tergiversadora, de interpretar con error siempre, de deformar las palabras y las intenciones, de no llevar razón nunca, de imaginar enemigos y fantasmas inexistentes, de mentir -sin querer, pobre- constantemente. Para quien sabe persuadir a alguien de todo esto (y los casos no son nada raros, ni quedan confinados en modo alguno al de la película famosa), se trata de un eficacísimo método para manipular a antojo y anular voluntades, para hacerse dueño de la víctima y convertirla en su esclava.

Los dirigentes españoles actuales parecen olvidar, sin embargo, que la luz de gas resulta mucho más difícil de aplicar a un colectivo (aunque no sea imposible, y más de una prueba nos ofrecen tanto la historia como nuestro presente). Al menos, de aplicarla con éxito. Porque así como un solo individuo es relativamente fácil, a poco inseguro o humilde que sea, que dude de su entendimiento, de su juicio y de sus percepciones, resulta tarea enorme conseguir eso mismo de un montón de individuos, pues la correcta percepción de cada uno coincidirá en principio con la de los demás, y así se verán todas afianzadas, fortalecidas y sostenidas durante largo tiempo, y se hará arduo minar el compartido convencimiento. De tal manera que hoy por hoy, cuando los poderosos niegan tan frecuente como flagrantemente las evidencias, lo que consiguen es despreciar, insultar, irritar y exasperar a la ciudadanía, más que otra cosa. Y sin embargo la práctica está generalizada, lo hacen unos y otros con el mayor desparpajo y de modo absolutamente irresponsable, sin darse cuenta de lo que están sembrando... contra sí mismos.

Desde miembros del Gobierno hasta miembros de ETA, pasando por representantes de cualquier partido, de la Iglesia o de las empresas antes públicas y hoy ya no saben ni contestan (esto es, las más ricas), casi nadie se salva de la peligrosa costumbre. Es Arzallus negando que nadie sea perseguido y haya de marcharse del País Vasco, mientras tantos paisanos suyos hacen las maletas y se palpan la nuca (y esa es la evidencia); es Anasagasti aseverando que Basta Ya y el Foro Ermua buscan la confrontación, cuando no es precisamente a sus miembros a quienes se ve con cócteles Molotov ni incendiando el autobús en que viajó su madre (y esa es la evidencia); es el presidente de Iberia, Xabier de Irala, escribiendo hace un año que la sobreventa u overbooking 'casi' no existe y que si la hay es para bien del pasajero, al que se compensa luego, mientras las víctimas de esa práctica rayana en la estafa se hacinan desesperadas en los aeropuertos españoles, aguardando (y esa es la evidencia); es el desquiciado alcalde de Madrid, Manzano, asegurando en televisión que en la capital no hay atascos y que su tráfico es 'fluido', cuando desplazarse de un punto a otro es, desde hace mucho, la más lenta y obstaculizada tarea de los madrileños gracias a la ineptitud desaforada de ese sujeto (y esa es la evidencia); es el director de la Biblioteca Nacional sosteniendo que 'intertextualiza', cuando no hay más que cotejar dos páginas para ver de qué se trata (y esa es la evidencia); son los bancos aumentando el cobro de sus servicios, que no les 'salen rentables', a la vez que cada año presentan un balance de beneficios de verdadero escándalo; son los obispos quejándose del escaso apoyo financiero a sus centros, a la vez que su Iglesia goza de inauditos favoritismos de toda índole en un Estado laico; es ETA proclamando defender al pueblo vasco mientras amenaza, extorsiona y asesina a la parte de ese pueblo que no le gusta (y esa es la evidencia); la cosa viene ya de antiguo, porque es también Julio Anguita señalándose como último bastión de la izquierda mientras se desvivía por brindarle triunfos electorales a la indisimulada derecha; y también es el PSOE moralizando mientras se pudría por dentro con una corrupción desatada (y esa era su evidencia); y hasta en lo más cotidiano y nimio nos lo encontramos: es una voz grabada de Telefónica diciéndonos que el número que hemos marcado 'actualmente no existe', cuando es el de la novia o la madre con las que hablamos a diario...

No quiero alargarme más, sobre todo porque tal vez les sirva de distracción rememorar otros ejemplos recientes o viejos de negación de las evidencias o afirmación de lo notoriamente falso, tanto da, mientras sufren algún demencial atasco madrileño producto de su imaginación, o viajan en tren desde Donosti para regresar quién sabe cuándo (porque no se lo impide ni desaconseja nada), o se tiran días y noches en el acogedor Barajas porque les da la gana, pues no existe 'casi' el overbooking que los haya podido dejar en tierra. La gente necesita que haya un mínimo de común acuerdo entre todos, una mínima aceptación de la realidad palpable (como se decía antiguamente), sobre todo por parte de quienes nos gobiernan o rigen y tienen más posibilidades de mejorarla. La gente admite que las cosas sigan mal, pero no que se le niegue que lo están si lo están. No que se le haga luz de gas, y se la tache de loca o idiota. Sigan así los poderosos y verán un día. No será ni mañana ni pasado ni al otro, seguro... Pero a lo largo de la historia, más de una cabeza rodó por menos.

Javier Marías es escritor.

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