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Columna
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¡Tengo hambre!

Me siento en la mesa de un restaurante. Se acerca un camarero y, con expresión amable y profesional, me pregunta qué deseo comer. Le miro con gesto de pánico, hubiera preferido que me preguntase por la lista de los reyes godos. Simulando una sonrisa, le indico que prefiero decirle lo que no quiero. Casi de memoria, pero ayudado por una chuleta estudiantil, le digo que no quiero nada que tenga vaca loca, tampoco animales con fiebre aftosa. De peste porcina, ni hablar. Prefiero algo sin benzopireno, incluido el aceite y sus derivados. Del pescado, me gusta sin mercurio. Nada de queso artesanal. Las botellas de agua o refrescos, me gustan sin hongos en el tapón. Tengo la sensación de que me olvido de algo y eso me inquieta todavía más.

El camarero, como es lógico, se enfada y me pregunta para qué voy a un restaurante, si tengo tantos remilgos. Porque tengo hambre, le contesto. Con mucha timidez, le pregunto si no tendrá alguna comida de hace cincuenta años. Ofendido, subraya con énfasis que en ese establecimiento es todo fresco. Alarmado por la contestación, y aprovechando un apagón de luz, me levanto, pido disculpas a ciegas y salgo corriendo. Sospecho que los apagones tienen la misión caritativa de impedirnos ver lo que estamos comiendo.

Ya en la calle, paseo mirando a los viandantes y preguntándome cómo resolverán el problema del hambre. Añoro los tiempos en que esa pregunta te la hacías en relación con el sexo. ¡Qué tiempos aquellos! En plena represión alimenticia, casi alimentaria, incluso llego a pensar en el canibalismo. Pero, después de pensarlo detenidamente, llego a la conclusión de que no representa ninguna garantía.

Me preguntó qué comerá Celia Villalobos, con ese aspecto tan saludable y frescachón que tiene. ¿Y Zaplana? Pero claro, con esa deuda pública se puede permitir estar lozano y robusto. La hipoteca que tengo no me da para tanto. La dieta de Zapatero me intriga, pero la rechazo también por temor a que me entren ganas de pactar con alguien, por ejemplo con alguna autoridad académica. Nada, que no encuentro qué comer ni a quién comerme. Knut Hamsun, el maldito, no tenía ni idea de lo que es el hambre en una sociedad de la abundancia.

De pronto recuerdo que mi amigo Tono me regaló un magnífico rioja de 1970. Raudo como el hambre, subo a mi casa, descorcho la botella y paladeo aquella antigualla. Los efluvios sagrados aumentan mi apetito. Abro desesperado la nevera y veo a El Roto que me recuerda: ¡Peligro, alimentos! Renuncio, definitivamente, renuncio. En el espejo del fondo me veo reflejado más gordo de lo que esperaba. Son los primeros síntomas.

Después de llamar por teléfono a una casa de comida rápida, engullo con desesperada lentitud comida china, americana, libanesa y de otros exóticos lugares. Mientras tanto pienso en el nacionalismo gastronómico, el único que no está de moda ni tiene academia valenciana reconocida, y también la única a la que estaría dispuesto a pertenecer.

La modorra producida por el vino y la fatiga de tanta extranjería culinaria, me impiden seguir pensando. Acurrucado en un sillón, me parece escuchar una vocecita, allá al fondo, a mitad de camino entre la oreja y el oído, que parece decir algo así como ¡mamá, teta!

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